Para prevenir que los niños pobres de Irlanda
(en
especial los católicos o papistas) sean una carga para sus padres o el país, y hacerlos útiles al público
Es un asunto melancólico para quienes pasean por esta
gran ciudad o viajan por el campo, ver las calles, los caminos y las puertas de
las cabañas atestados de mendigas, seguidas de tres, cuatro o seis niños, todos
en harapos e importunando a cada viajero por una limosna. Esas madres, en vez
de hallarse en condiciones de trabajar para ganarse la vida honestamente, se
ven obligadas a perder su tiempo en la vagancia, mendigando el sustento de sus
desvalidos infantes, quienes apenas crecen, se hacen ladrones por falta de
trabajo, o abandonan su querido país natal para luchar por el Pretendiente en
España, o se venden a sí mismos en las Barbados.
Creo que todos los partidos están de acuerdo en que este
número prodigioso de niños en los brazos, sobre las espaldas o a los talones de
sus madres, y frecuentemente de sus padres, resulta en el deplorable estado
actual del Reino un perjuicio adicional muy grande; y por lo tanto, quienquiera
que encontrase un método razonable, económico y fácil para hacer de ellos
miembros cabales y útiles del Estado, merecería tanto agradecimiento del
público como para tener instalada su estatua como protector de la Nación.
Pero mi intención está muy lejos de limitarse a proveer
solamente por los niños de los mendigos declarados: es de alcance mucho mayor y
tendrá en cuenta el número total de infantes de cierta edad nacidos de padres
que de hecho son tan poco capaces de mantenerlos como los que solicitan nuestra
caridad en las calles.
Habiendo volcado mis pensamientos durante muchos años
sobre este importante asunto, y sopesado maduradamente los diversos planes de
otros proyectistas, siempre los he encontrado groseramente equivocados en su
cálculo. Es cierto que un niño recién nacido puede ser mantenido durante un año
solar por la leche materna y poco alimento más; a lo sumo por un valor no mayor
de dos chelines o su equivalente en mendrugos, que la madre puede conseguir
ciertamente mediante su legítima ocupación de mendigar. Y es exactamente al año
de edad que yo propongo que nos ocupemos de ellos de manera tal que en lugar de
constituir una carga para sus padres o la parroquia, o de carecer de comida y
vestido por el resto de sus vidas, contribuirán por el contrario a la
alimentación, y en parte a la vestimenta, de muchos miles.
Hay además otra gran ventaja en mi plan, que evitará esos
abortos voluntarios y esa práctica horrenda, ¡cielos!, ¡demasiado frecuente
entre nosotros!, de mujeres que asesinan a sus hijos bastardos, sacrificando a
los pobres bebés inocentes, no sé si más por evitar los gastos que la
vergüenza, lo cual arrancaría las lágrimas y la piedad del pecho más salvaje e
inhumano.
El número de almas en este reino se estima usualmente en
un millón y medio. De éstas calculo que puede haber aproximadamente doscientas
mil parejas cuyas mujeres son fecundas; de ese número resto treinta mil parejas
capaces de mantener a sus hijos, aunque entiendo que puede no haber tantas bajo
las actuales angustias del reino; pero suponiéndolo así, quedarán ciento
setenta mil parideras. Resto nuevamente cincuenta mil por las mujeres que
abortan, o cuyos hijos mueren por accidente o enfermedad antes de cumplir el
año. Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres nacidos anualmente:
la cuestión es entonces, cómo se educará y sostendrá a esta cantidad, lo cual,
como ya he dicho, es completamente imposible, en el actual estado de cosas,
mediante los métodos hasta ahora propuestos. Porque no podemos emplearlos ni en
la artesanía ni en la agricultura; ni construimos casas (quiero decir en el
campo) ni cultivamos la tierra: raramente pueden ganarse la vida mediante el
robo antes de los seis años, excepto cuando están precozmente dotados, aunque
confieso que aprenden los rudimentos mucho antes, época durante la cual sólo
pueden considerarse aficionados, según me ha informado un caballero del condado
de Cavan, quien me aseguró que nunca supo de más de uno o dos casos bajo la
edad de seis, ni siquiera en una parte del reino tan renombrada por la más
pronta competencia en ese arte.
Me aseguran nuestros comerciantes que un muchacho o
muchacha no es mercancía vendible antes de los doce años; e incluso cuando
llegan a esta edad no producirán más de tres libras o tres libras y media
corona como máximo en la transacción; lo que ni siquiera puede compensar a los
padres o al reino el gasto en nutrición y harapos, que habrá sido al menos de
cuatro veces ese valor. Propondré ahora por lo tanto humildemente mis propias
reflexiones, que espero no se prestarán a la menor objeción.
Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en
Londres, que un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el
alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno
o hervido; y no dudo que servirá igualmente en un fricasé o un ragout.
Ofrezco por lo tanto humildemente a la consideración del
público que de los ciento veinte mil niños ya calculados, veinte mil se
reserven para la reproducción, de los cuales sólo una cuarta parte serán
machos; lo que es más de lo que permitimos a las ovejas, las vacas y los
puercos; y mi razón es que esos niños raramente son frutos del matrimonio, una
circunstancia no muy estimada por nuestros salvajes, en consecuencia un macho
será suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil
restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de
calidad y fortuna del reino; aconsejando siempre a las madres que los amamanten
copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos
para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes en una comida para los amigos;
y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un
plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta o de sal después de
hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.
He calculado que como término medio un niño recién nacido
pesará doce libras, y en un año solar, si es tolerablemente criado, alcanzará
las veintiocho. Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo
tanto muy apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la
mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos.
Todo el año habrá carne de infante, pero más
abundantemente en marzo, y un poco antes o después: pues nos informa un grave
autor, eminente médico francés, que siendo el pescado una dieta prolífica, en
los países católicos romanos nacen muchos más niños aproximadamente nueve meses
después de Cuaresma que en cualquier otra estación; en consecuencia, contando
un año después de Cuaresma, los mercados estarán más abarrotados que de costumbre,
porque el número de niños papistas es por lo menos de tres a uno en este reino:
y entonces esto traerá otra ventaja colateral, al disminuir el número de
papistas entre nosotros.
Ya he calculado el costo de crianza de un hijo de mendigo
(entre los que incluyo a todos los cabañeros, a los jornaleros y a cuatro
quintos de los campesinos) en unos dos chelines por año, harapos incluidos; y
creo que ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de
un buen niño gordo, del cual, como he dicho, sacará cuatro fuentes de excelente
carne nutritiva cuando sólo tenga a algún amigo o a su propia familia a comer
con él. De este modo, el hacendado aprenderá a ser un buen terrateniente y se
hará popular entre los arrendatarios; y la madre tendrá ocho chelines de
ganancia limpia y quedará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro
niño.
Quienes sean más ahorrativos
(como debo confesar que requieren los tiempos) pueden desollar el cuerpo; con
la piel, artificiosamente preparada, se podrán hacer admirables guantes para
damas y botas de verano para caballeros elegantes.
En nuestra ciudad de Dublín, los mataderos para este
propósito pueden establecerse en sus zonas más convenientes, y podemos estar
seguros de que carniceros no faltarán; aunque más bien recomiendo comprar los
niños vivos y adobarlos mientras aún están tibios del cuchillo, como hacemos
para asar los cerdos.
Una persona muy respetable, verdadera amante de su
patria, cuyas virtudes estimo muchísimo, se entretuvo últimamente en discurrir
sobre este asunto con el fin de ofrecer un refinamiento de mi plan. Se le
ocurrió que, puesto que muchos caballeros de este reino han terminado por
exterminar sus ciervos, la demanda de carne de venado podría ser bien
satisfecha por los cuerpos de jóvenes mozos y doncellas, no mayores de catorce
años ni menores de doce; ya que son tantos los que están a punto de morir de
hambre en todo el país, por falta de trabajo y de ayuda; de éstos dispondrían
sus padres, si estuvieran vivos, o de lo contrario, sus parientes más cercanos.
Pero con la debida consideración a tan excelente amigo y meritorio patriota, no
puedo mostrarme de acuerdo con sus sentimientos; porque en lo que concierne a
los machos, mi conocido americano me aseguró, en base a su frecuente experiencia,
que la carne era generalmente correosa y magra, como la de nuestros escolares
por el continuo ejercicio, y su sabor desagradable; y cebarlos no justificaría
el gasto. En cuanto a la mujeres, creo humildemente que constituiría una
pérdida para el público, porque muy pronto serían fecundas; y además, no es
improbable que alguna gente escrupulosa fuera capaz de censurar semejante
práctica (aunque por cierto muy injustamente) como un poco lindante con la
crueldad; lo cual, confieso, ha sido siempre para mí la objeción más firme
contra cualquier proyecto, por bien intencionado que estuviera.
Pero a fin de justificar a mi amigo, él confesó que este
expediente se lo metió en la cabeza el famoso Psalmanazar, un nativo de la isla
de Formosa que llegó de allí a Londres hace más de veinte años, y que
conversando con él le contó que en su país, cuando una persona joven era
condenada a muerte, el verdugo vendía el cadáver a personas de calidad como un
bocado de los mejores, y que en su época el cuerpo de una rolliza muchacha de
quince años, que fue crucificada por un intento de envenenar al emperador, fue
vendido al Primer Ministro del Estado de Su Majestad Imperial y a otros grandes
mandarines de la corte, junto al patíbulo, por cuatrocientas coronas. Ni en efecto
puedo negar que si el mismo uso se hiciera de varias jóvenes rollizas de esta
ciudad, que sin tener cuatro peniques de fortuna no pueden andar si no es en
coche, y aparecen en el teatro y las reuniones con exóticos atavíos que nunca
pagarán, el reino no estaría peor.
Algunas personas de espíritu agorero están muy
preocupadas por la gran cantidad de pobres que están viejos, enfermos o
inválidos, y me han pedido que dedique mi talento a encontrar el medio de
desembarazar a la nación de un estorbo tan gravoso. Pero este asunto no me
aflige en absoluto, porque es muy sabido que esa gente se está muriendo y
pudriendo cada día por el frío y el hambre, la inmundicia y los piojos, tan
rápidamente como se puede razonablemente esperar. Y en cuanto a los trabajadores
jóvenes, están en una situación igualmente prometedora; no pueden conseguir
trabajo y desfallecen de hambre, hasta tal punto que si alguna vez son tomados
para un trabajo común no tienen fuerza para cumplirlo; y entonces el país y
ellos mismos son felizmente librados de los males futuros.
He divagado excesivamente, de manera que volveré al tema.
Me parece que las ventajas de la proposición que he enunciado son obvias y
muchas, así como de la mayor importancia.
En primer lugar, como ya he observado, disminuiría
grandemente el número de papistas que nos invaden anualmente, que son los
principales engendradores de la nación y nuestros enemigos más peligrosos; y
que se quedan en el país con el propósito de entregar el reino al Pretendiente,
esperando sacar ventaja de la ausencia de tantos buenos protestantes, quienes
han preferido abandonar el país antes que quedarse en él pagando diezmos contra
su conciencia a un cura episcopal.
Segundo, los más pobres arrendatarios poseerán algo de
valor que la ley podrá hacer embargable y que les ayudará a pagar su renta al
terrateniente, habiendo sido confiscados ya su ganado y cereales, y siendo el
dinero algo desconocido para ellos.
Tercero, puesto que la manutención de cien mil niños, de
dos años para arriba, no se puede calcular en menos de diez chelines anuales
por cada uno, el tesoro nacional se verá incrementado en cincuenta mil libras
por año, sin contar el provecho del nuevo plato introducido en las mesas de
todos los caballeros de fortuna del reino que tengan algún refinamiento en el
gusto. Y el dinero circulará sólo entre nosotros, ya que los bienes serán
enteramente producidos y manufacturados por nosotros.
Cuarto, las reproductoras constantes, además de ganar
ocho chelines anuales por la venta de sus niños, se quitarán de encima la
obligación de mantenerlos después del primer año.
Quinto, este manjar atraerá una gran clientela a las
tabernas, donde los venteros serán seguramente tan prudentes como para
procurarse las mejores recetas para prepararlo a la perfección, y
consecuentemente ver sus casas frecuentadas por todos los distinguidos
caballeros, quienes se precian con justicia de su conocimiento del buen comer:
y un diestro cocinero, que sepa cómo agradar a sus huéspedes, se las ingeniará
para hacerlo tan caro como a ellos les plazca.
Sexto: esto constituirá un gran estímulo para el
matrimonio, que todas las naciones sabias han alentado mediante recompensas o
impuesto mediante leyes y penalidades. Aumentaría el cuidado y la ternura de
las madres hacia sus hijos, al estar seguras de que los pobres niños tendrían
una colocación de por vida, provista de algún modo por el público, y que les
daría una ganancia anual en vez de gastos. Pronto veríamos una honesta
emulación entre las mujeres casadas para mostrar cuál de ellas lleva al mercado
al niño más gordo. Los hombres atenderían a sus esposas durante el embarazo
tanto como atienden ahora a sus yeguas, sus vacas o sus puercas cuando están
por parir; y no las amenazarían con golpearlas o patearlas (práctica tan
frecuente) por temor a un aborto.
Muchas otras ventajas podrían enumerarse. Por ejemplo, la
adición de algunos miles de reses a nuestra exportación de carne en barricas,
la difusión de la carne de puerco y el progreso en el arte de hacer buen tocino,
del que tanto carecemos ahora a causa de la gran destrucción de cerdos,
demasiado frecuentes en nuestras mesas; que no pueden compararse en gusto o
magnificencia con un niño de un año, gordo y bien desarrollado, que hará un
papel considerable en el banquete de un Alcalde o en cualquier otro convite
público. Pero, siendo adicto a la brevedad, omito esta y muchas otras ventajas.
Suponiendo que mil familias de esta ciudad serían
compradoras habituales de carne de niño, además de otras que la comerían en celebraciones,
especialmente casamientos y bautismos: calculo que en Dublín se colocarían
anualmente cerca de veinte mil cuerpos, y en el resto del reino (donde
probablemente se venderán algo más barato) las restantes ochenta mil.
No se me ocurre ningún reparo que pueda oponerse
razonablemente contra esta proposición, a menos que se aduzca que la población
del Reino se vería muy disminuida. Esto lo reconozco francamente, y fue de
hecho mi principal motivo para ofrecerla al mundo. Deseo que el lector observe
que he calculado mi remedio para este único y particular Reino de Irlanda, y no
para cualquier otro que haya existido, exista o pueda existir sobre la tierra.
Por consiguiente, que ningún hombre me hable de otros expedientes: de crear
impuestos para nuestros desocupados a cinco chelines por libra; de no usar
ropas ni mobiliario que no sean producidos por nosotros; de rechazar
completamente los materiales e instrumentos que fomenten el lujo exótico; de
curar el derroche de engreimiento, vanidad, holgazanería y juego en nuestras
mujeres; de introducir una vena de parsimonia, prudencia y templanza; de
aprender a amar a nuestro país, en lo cual nos diferenciamos hasta de los
lapones y los habitantes de Tupinambú; de abandonar nuestras animosidades y
facciones, de no actuar más como los judíos, que se mataban entre ellos
mientras su ciudad era tomada; de cuidarnos un poco de no vender nuestro país y
nuestra conciencia por nada; de enseñar a los terratenientes a tener aunque sea
un punto de compasión de sus arrendatarios. De imponer, en fin, un espíritu de
honestidad, industria y cuidado en nuestros comerciantes, quienes, si hoy
tomáramos la decisión de no comprar otras mercancías que las nacionales,
inmediatamente se unirían para trampearnos en el precio, la medida y la
calidad, y a quienes por mucho que se insistiera no se les podría arrancar una
sola oferta de comercio honrado.
Por consiguiente, repito, que ningún hombre me hable de
esos y parecidos expedientes, hasta que no tenga por lo menos un atisbo de esperanza
de que se hará alguna vez un intento sano y sincero de ponerlos en práctica.
Pero en lo que a mí concierne, habiéndome fatigado durante muchos años
ofreciendo ideas vanas, ociosas y visionarias, y al final completamente sin
esperanza de éxito, di afortunadamente con este proyecto, que por ser
totalmente novedoso tiene algo de sólido y real, trae además poco gasto y pocos
problemas, está completamente a nuestro alcance, y no nos pone en peligro de
desagradar a Inglaterra. Porque esta clase de mercancía no soportará la
exportación, ya que la carne es de una consistencia demasiado tierna para
admitir una permanencia prolongada en sal, aunque quizá yo podría mencionar un
país que se alegraría de devorar toda nuestra nación aún sin ella.
Después de todo, no me siento tan violentamente ligado a
mi propia opinión como para rechazar cualquier plan propuesto por hombres
sabios que fuera hallado igualmente inocente, barato, cómodo y eficaz. Pero
antes de que alguna cosa de ese tipo sea propuesta en contradicción con mi
plan, deseo que el autor o los autores consideren seriamente dos puntos.
Primero, tal como están las cosas, cómo se las arreglarán para encontrar ropas
y alimentos para cien mil bocas y espaldas inútiles. Y segundo, ya que hay en
este reino alrededor de un millón de criaturas de forma humana cuyos gastos de
subsistencia reunidos las dejaría debiendo dos millones de libras esterlinas,
añadiendo los que son mendigos profesionales al grueso de campesinos, cabañeros
y peones, con sus esposas e hijos, que son mendigos de hecho: yo deseo que esos
políticos que no gusten de mi propuesta y sean tan atrevidos como para intentar
una contestación, pregunten primero a lo padres de esos mortales si hoy no
creen que habría sido una gran felicidad para ellos haber sido vendidos como
alimento al año de edad de la manera que yo recomiendo, y de ese modo haberse
evitado un escenario perpetuo de infortunios como el que han atravesado desde
entonces por la opresión de los terratenientes, la imposibilidad de pagar la renta
sin dinero, la falta de sustento y de casa y vestido para protegerse de las
inclemencias del tiempo, y la más inevitable expectativa de legar parecidas o
mayores miserias a sus descendientes para siempre.
Declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no
tengo el menor interés personal en esforzarme por promover esta obra necesaria,
y que no me impulsa otro motivo que el bien público de mi patria, desarrollando
nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún
placer al rico. No tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo
penique; el más joven tiene nueve años, y mi mujer ya no es fecunda.
Jonathan Swift
(Este breve ensayo del autor de Los viajes de Gulliver se imprimió en Dublín en 1729, un año de profunda crisis económica que empobreció a campesinos y jornaleros irlandeses. Con esta sátira pretendía Swift poner al descubierto la hipocresía de los ricos propietarios que expresaban su malestar por el incremento de mendigos en las calles, a la vez que imponían elevados arriendos de sus tierras a los campesinos.)
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