Tratamientos para la recuperación del ficus (ABC, abril de 2024) |
La muerte de un ser vivo entraña siempre una sensación de pérdida irrecuperable. Pero si se trata de la de un majestuoso árbol centenario y su cruel causa es una poda salvaje llevada a cabo por los responsables municipales del cuidado de los árboles y jardines, también provoca rabia y estupefacción. Tal es el caso del ficus del sevillano barrio de Triana. Tenía 111 años de vida y no le han salvado de la muerte ni las protestas ciudadanas, ni un edicto judicial, ni tampoco formar parte de un entorno reconocido como BIC por la Junta de Andalucía.
Al parecer, los dominicos de la Parroquia de San Jacinto, en cuyo recinto se ubicaba, justificaron la poda en 2022 por seguridad, dado que había caído alguna rama, y porque estaba afectando al templo. Supongo que hubiera podido resolverse el problema con una poda más cuidadosa. Resulta patética la imagen de los operarios municipales intentando regresar a la vida el tremendo muñón a que ellos mismos habían reducido la portentosa copa del viejo árbol.
Ejemplo vivo de paciente espera y de fértil perseverancia, dejó el barrio de gozar de la frescura de su sombra, del canto de los pájaros que anidaban en sus ramas, de la risueña danza de sus hojas o del penetrante silbido del viento jugando en su frondosa copa.
No es este un caso aislado. Al contrario, la tala o la poda drástica hasta la cruceta del tronco, se han convertido en práctica habitual. Yo veo ejecutar ese arboricidio cada otoño-invierno en Granada, una ciudad tan castigada por las plagas de la contaminación y la sequía. En los plátanos de sombra de la Plaza de la Trinidad, también de gran porte, o en los añosos olmos de la Avenida de la Constitución, por citar solo dos desaguisados recientes.
Conocí hace años a un pastor del pueblo alpujarreño de Yegen en una visita con mis alumnos a los lugares donde vivió el hispanista británico Gerard Brenan, autor de Al sur de Granada, obra que habían leído previamente como preparación del viaje. En el hermoso paseo campestre en que el pastor nos hizo de guía, exclamó ante un enorme castaño varias veces centenario, que esa era para él la catedral más admirable que existía. ¡Un prodigio de vida de exuberante belleza, superviviente a plagas, sequías, tempestades y todo tipo de calamidades, pero indefenso ante el hacha, la motosierra o el herbicida!
No he dejado de recordar sus palabras y hoy, ante la inexplicable tala de un árbol así, tan magnífico como necesario en una ciudad azotada por el calor, he tenido esa sensación de pérdida irreparable provocada por la maldad o la estulticia humana, pues no cabe atribuirla a la ignorancia.
¿Servirá de escarmiento para evitar próximas ejecuciones?