viernes, 30 de agosto de 2024

In memoriam

Tratamientos para la recuperación del ficus
(ABC, abril de 2024)

La muerte de un ser vivo entraña siempre una sensación de pérdida irrecuperable. Pero si se trata de la de un majestuoso árbol centenario y su cruel causa es una poda salvaje llevada a cabo por los responsables municipales del cuidado de los árboles y jardines, también provoca rabia y estupefacción. Tal es el caso del ficus del sevillano barrio de Triana. Tenía 111 años de vida y no le han salvado de la muerte ni las protestas ciudadanas, ni un edicto judicial, ni tampoco formar parte de un entorno reconocido como BIC por la Junta de Andalucía.

Al parecer, los dominicos de la Parroquia de San Jacinto, en cuyo recinto se ubicaba, justificaron la poda en 2022 por seguridad,  dado que había caído alguna rama, y porque estaba afectando al templo. Supongo que hubiera podido resolverse el problema con una poda más cuidadosa. Resulta patética la imagen de los operarios municipales intentando regresar a la vida el tremendo muñón a que ellos mismos habían reducido la portentosa copa del viejo árbol.
Ejemplo vivo de paciente espera y de fértil perseverancia, dejó el barrio de gozar de la frescura de su sombra, del canto de los pájaros que anidaban en sus ramas, de la risueña danza de sus hojas o del penetrante silbido del viento jugando en su frondosa copa.
No es este un caso aislado. Al contrario, la tala o la poda drástica hasta la cruceta del tronco, se han convertido en práctica habitual. Yo veo ejecutar ese arboricidio cada otoño-invierno en Granada, una ciudad tan castigada por las plagas de la contaminación y la sequía. En los plátanos de sombra de la Plaza de la Trinidad, también de gran porte, o en los añosos olmos de la Avenida de la Constitución, por citar solo dos desaguisados recientes.
Conocí hace años a un pastor del pueblo alpujarreño de Yegen en una visita con mis alumnos a los lugares donde vivió el hispanista británico Gerard Brenan, autor de Al sur de Granada, obra que habían leído previamente como preparación del viaje. En el hermoso paseo campestre en que el pastor nos hizo de guía, exclamó ante un enorme castaño varias veces centenario, que esa era para él la catedral más admirable que existía. ¡Un prodigio de vida de exuberante belleza, superviviente a plagas, sequías, tempestades y todo tipo de calamidades, pero indefenso ante el hacha, la motosierra o el herbicida!
No he dejado de recordar sus palabras y hoy, ante la inexplicable tala de un árbol así, tan magnífico como necesario en una ciudad azotada por el calor, he tenido esa sensación de pérdida irreparable provocada por la maldad o la estulticia humana, pues no cabe atribuirla a la ignorancia.
¿Servirá de escarmiento para evitar próximas ejecuciones?

www.filosofiaylaicismo.blogspot.com

viernes, 16 de agosto de 2024

Mi patria en mis zapatos

"Mi patria en mis zapatos"
 (El último de la fila, 1980) 

Hay quienes entienden que ser español no admite otro camino que el que ellos mismos han decidido transitar. En su discurso, ser español se corresponde con una visión estrecha y unívoca del concepto de patria que exige asumir como propias determinadas interpretaciones históricas y sensibilidades culturales y religiosas, y, por consiguiente, excluir otras. Solo es español quien abomina de la diversidad de lenguas y naciones que constituye una de las señas de identidad de nuestro país frente a otros estados europeos, como Francia, que han hecho del centralismo y las uniformidades lingüística, administrativa, política, educativa y cultural su clave de bóveda. Cualquier avance hacia el federalismo y el fomento de las lenguas vernáculas o tendente a un modelo republicano laico y a la eliminación de los vestigios del nacionalcatolicismo que aún subsisten es repudiado como fruto del resentimiento o el revanchismo propio de los perdedores.

Español es quien se identifica con una bandera y un modelo de Estado monárquico consagrado en una Constitución tallada en mármol, que no admite ser cuestionada sin ser tachado de antiespañol o de rompepatrias, como si el camino que nos condujo hasta aquí fuera el único transitable.

 
A la convivencia multicultural de Al-Ándalus, que hizo brillar como nunca la medicina y la filosofía hispanoárabe e hispanojudía (Averroes, Avempace, Abén Házam, Abentofail, Maimónides o Ibn Gabirol), oponen el perfil guerrero de Don Pelayo, el rey Ramiro I, el Cid o Santiago Matamoros.

Son los nacionalismos identitarios, miopes y excluyentes, en sus versiones españolista, vasca o catalana, tejidos sobre esencias patrias asentadas en circunstancias históricas más o menos tergiversadas y/o imaginarias. 

El patriotismo así entendido excluye la fraterna hospitalidad para el que viene de fuera empujado al exilio por la pobreza, la guerra o la persecución política. Construye un mundo de fronteras de acero para quienes sufren y desean vivir en paz y prosperidad, pero abierto al tránsito libre del capital, el turismo y las mercancías de consumo. También condena a quienes rechazan determinados modelos políticos, como la monarquía, vitalicia y centralista, o denuncian por crueles tradiciones como la tauromaquia, o a quienes practican otra religión y costumbres, hablan otra lengua o carecen de un añejo pedigrí. Los llaman charnegos, godos y maquetos, moros y sudacas.

Frente a la casa común alegre y abierta al diferente, la patria estrecha cimentada sobre un odio empobrecedor y un miedo que apaga la chispa de la vida.

 
Miedo, odio y egoísmo son las tres cabezas de esa hidra que es el nacionalismo identitario. Frente a estas pasiones tristes (Baruch Spinoza), el valor del arrojo, el humanismo cosmopolita y la generosidad son los principios morales que nos han conducido y nos conducen a alcanzar nuestros mayores logros como pueblo y como individuos.

 
Cuando Alejandro Magno anunció a Crates (368-288 a. n. e.) que reedificaría Tebas, la patria del filósofo cínico, que el emperador macedonio acababa de destruir para sofocar la resistencia a su afán expansionista, el tebano le replicó: "No quiero una patria semejante, que otro Alejandro pueda destruir" (Gnomologio Vaticano, 743, n. 385 -citado por C. García Gual-). "Mi patria en mis zapatos" cantaba El último de la Fila a esa tierra espiritual que se expande por caminos con destino abierto y no reconoce las fronteras.

 
Me gusta el concepto de matria, como espacio vital, geográfico y cultural compartido, equivalente a la Mediterraneidad de que habla Albert Camus en L'Homme Revolté, una patria generosa como la Madre Tierra, con recursos suficientes para cubrir las necesidades de todos sus hijos, pero incapaz para satisfacer la codicia de unos pocos (M. Gandhi). Una patria espiritual que solo mantiene las fronteras por imperativo administrativo, pero que aspira a una aldea global como casa común del género humano, consciente de que es mucho más lo que nos une que lo que nos diferencia.

 
La plurinacionalidad multiétnica española,  su caleidoscópica identidad en permanente construcción, surge de una milenaria tradición de convivencia entre culturas y religiones diversas. Somos el resultado de un mestizaje continuo. Fueron muchos los pueblos que se asentaron en la Península a lo largo de los siglos y que formaron nuestra idiosincrasia dejando su huella en nuestra lengua y cultura: íberos, astures, cántabros, vascones, turdetanos, tartessos, argáricos, fenicios, griegos, romanos, cartagineses, godos y tantos otros. Les siguieron gitanos, árabes y judíos. Luego vino nuestro cruce con los pueblos indígenas del continente americano, una mezcla de sangre, un ir y venir de tradiciones culinarias, musicales, religiosas y de todo tipo. Constituye, así, ese mestizaje el elemento crucial en nuestra historia antigua y moderna, el humus nutricio de nuestra españolidad.

 
Quienes creemos en una visión más flexible y humanista de la patria que nos hermana con los foráneos, permeabiliza nuestras fronteras y admite la disensión, la diversidad y la heterodoxia entre propios y extraños, no pasamos de ser unos traidores a una inexistente esencia patria pura, ahistórica e inalterable que inventaron quienes quieren perpetuar sus creencias y prejuicios, o, tal vez, unos privilegios asentados en la supuesta superioridad de sus posiciones ideológicas.

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