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Calle Niños Luchando -Granada- |
Hay en Granada una antigua calle de trazado errático que lleva el inquietante y evocador nombre de Niños Luchando, que nos sorprende por resultarnos propio de una época arcaica, ya felizmente superada. Alguien que pasee por ella, quizá se traslade con la imaginación a un mundo más violento y primitivo donde los niños tuvieron que tomar las armas para defenderse. Pero el origen del nombre es bastante más prosaico, a pesar de la leyenda que circula al respecto y que lo relaciona con niños buscadores de tesoros escondidos. Su origen, digo, está en un bajorrelieve hoy desaparecido, que lucía adosado a la fachada de la casa ubicada a la altura de la Plaza de la Encarnación, sustituida hace décadas por un anodino edificio de viviendas. La imagen representaba a unos niños enredados en un ancestral tipo de lucha griega, conocida como pancracio, en la que los combatientes usaban los puños y las piernas para abatir al contrario. Eran, pues, dos niños jugando al pancracio; aunque hoy nadie llamaría juego a una lucha. La imagen procedía, a su vez, de un conjunto escultórico con ese mismo tema ubicado en el patio de un palacio del XVIII. Este, que hacía esquina con la calle de que hablamos, tenía el acceso por la calle Arandas. Esta casona fue derribada y reconstruida en el XX. El edificio está actualmente ocupado por una sede de los Registros de la propiedad.Permítaseme aquí un inciso: en esta misma calle de Niños Luchando, en la fachada del convento de las Siervas de María, colindante con la casa desaparecida, había otra placa que recordaba a otro joven luchador, el estudiante de medicina Ruiz de Peralta, que encontró la |
Fuente:Granada Hoy |
muerte ante este convento el 11 de febrero de 1919. Formaba parte del grupo de estudiantes que se atrincheró en el Rectorado –actual Facultad de Derecho- en la huelga convocada contra el caciquismo y fue abatido por la Guardia Civil. Aunque la placa fue retirada por alguien aprovechando una reforma de la fachada, aún permanece el vestigio de los cuatro tacos que la sujetaban a la pared junto a la puerta de acceso al convento. Bien podría haber sido en su memoria que llamaran a esta calle así. (La joven de la esquela de la izquierda de la imagen también perdió su vida ese día, como consecuencia del impacto de una bala perdida que recibió estando asomada a la ventana de su propio domicilio).
A pesar de los cambios, nuestros niños siguen hoy luchando en nuestras civilizadas sociedades. Luchan, compiten entre sí y contra ellos mismos, enfrentados a los fantasmas interiores que nuestro mundo alimenta.
Así lo delatan las elevadas cifras de niños y jóvenes afectados por enfermedades mentales que alcanzan las dimensiones de una pandemia. Otra. La ansiedad, la depresión, el aislamiento, el suicidio y los trastornos alimentarios son un signo de nuestra época y una consecuencia de, al menos, dos características propias de la misma: la insana competitividad y la excesiva valoración de la imagen.
La sobrevaloración de la imagen corporal y del éxito económico asociados a una sobreexposición en las redes sociales tiene que ver con este estado de cosas, en especial entre los jóvenes más vulnerables. Y los trastornos alimentarios, que afectan a todos los grupos sociales, así lo prueban. Son enfermedades de nuestra época, que vienen a desmentir el aforismo según el cual no hay nada nuevo bajo el sol.
Se genera un marco donde todo se monetariza y en el que nadie parece poseer nunca lo suficiente en dinero, belleza o juventud. Es un escenario proclive a la frustración crónica que espera en falso ser calmada con nuevas compras y con más exhibición en la plaza pública de Instagram o twitter. El dogma del crecimiento y el pánico no ya a la contracción, sino al mero mantenimiento de las cifras de negocio, lleva a los economistas a referirse a la disminución de los parámetros con el ridículo oxímoron de "crecimiento negativo".
Una sociedad altamente competitiva destierra valores como la empatía, la solidaridad o la colaboración, y los sustituye por sus contravalores. Síntoma de ello es el abundante buenismo que, en forma de tómbolas televisadas o lacrimógenos anuncios publicitarios que vuelven en Navidad, inunda nuestras pantallas. Formas superficiales y poco molestas de encubrir o disimular nuestra pasividad culpable.
Y esto también lo observamos en los modelos educativos que se vienen imponiendo y que pretenden trasladar a las aulas el discurso del éxito profesional o empresarial. Aulas demasiado cerradas en las que se imparten asignaturas y áreas de conocimiento demasiado constreñidos desde un dirigismo estatal que desconfía de la capacidad de los docentes. Contenidos clausurados y niños encerrados y hacinados en aulas con ratios descabelladas durante seis o más horas diarias, entregados a hacer o a preparar exámenes (ese añejo instrumento de evaluación tan denostado por los buenos docentes y pedagogos). Son niños sin tiempo para pensar, descansar, pasear, distraerse, jugar... y protestar.
Escuelas así son centros de clausura más que espacios para la alegría, el diálogo y un equilibrado desarrollo de los talentos o inteligencias múltiples. En un contexto así es fácil que germinen conductas inadaptadas que, en unos casos serán de agresividad y en otros de inhibición.
Se excluyen la improvisación, la diversidad, o la mera posibilidad de generar huecos en nuestras apretadas agendas escolares para cultivar eso que Nuccio Ordine exalta y que, bajo el apelativo de lo inútil, engloba cosas tan necesarias. Inútiles por no rendir provecho material inmediato: la filosofía, las lenguas clásicas, la música, el teatro y las artes en general; o el mismo juego, tan intrascendente como creativo y formativo. O también la simple curiosidad, facultad esencial por humanizadora. Casi ausentes todos ellos en un grisáceo sistema educativo, ahogado en farragosos documentos, siglas y abigarrados conceptos que desaniman al maestro más que ayudarle en su difícil misión.
Pero no podemos olvidar ese elenco de saberes y talentos "inútiles" si queremos preparar a nuestros alumnos para otra sociedad posible, que no para esta. Pues, a veces, casi siempre, los docentes estamos para formar contra los valores que nuestra sociedad encarna. Solo así cabe el progreso humanista, capaz de desterrar el cansancio y el miedo que generan la ignorancia supersticiosa, los bulos que se imponen en las redes de la posverdad y el consumo desaforado (Bernat Castany, Filosofía del miedo, 2022).
Hace ya algún tiempo, en mi Instituto, llevamos a cabo una innovadora experiencia pedagógica. Éramos un grupo de profesoras entusiastas. Contamos para ello con el apoyo del alumnado y sus familias. En un viaje a Limoges en el marco del programa educativo europeo Arión, había visto cómo trabajaban "les ateliers" en un liceo, y me pareció trasladable a mi instituto. Y nos pusimos manos a la obra. Se trataba de crear talleres impartidos por el profesorado del centro, mas también por el alumnado de más edad y sus familias, en función de las capacidades e inquietudes de cada cual. Cada semana se escogía un día distinto para no afectar siempre a las mismas materias. Ese día les restábamos diez minutos a cada una de las seis clases de la mañana, y obteníamos así 60 maravillosos minutos, ¡una hora para hacer otras cosas y hacerlas de otra manera! Se impartían talleres de yoga, de ajedrez, de teatro, de fotografía, de diseño, de dibujo, de alimentación saludable y de otras mil cosas más. Los alumnos elegían los talleres, indicando hasta cinco según sus preferencias. Luego se distribuían de manera que en cada grupo no hubiera más de quince. Cada tres meses, rotaban de taller. No había criterio de edad o de nivel, de manera que durante esa hora se mezclaban todos en los diferentes espacios educativos: el patio, el salón de actos, los laboratorios, el gimnasio, la cafetería, la Biblioteca o las aulas. En ellos se encontraban con compañeras a las que les unía un interés común. Os aseguro que era una fiesta. El centro cambió y todos esperábamos con ilusión ese momento semanal de aprendizajes sin corsé, sin libro de texto, sin examen. Pero la alegría duró poco, pues esta experiencia sobrevivió solo un curso. Al siguiente, la autoridad competente entendió que no estaba justificado restar esos pocos minutos semanales al currículo oficial. Aquí terminó la tan traída y llevada autonomía de nuestro centro educativo.
La implantación del Bachillerato Internacional en el seno de la escuela pública es también buena muestra de lo que vengo hablando y un síntoma de la "tiranía del mérito" (Michael Sandel, 2020 y César Rendueles, 2020). Constituye un desatino que en la escuela pública, tan necesitada de recursos de todo tipo, se dediquen ingentes fondos y esfuerzos personales a un modelo de bachillerato de corte elitista (para acceder no hay más criterio que las calificaciones) y supervisado por agentes externos pertenecientes a una institución privada de solvencia y transparencia más bien escasas. En los centros donde se implanta, se produce una derivación de alumnos brillantes hacia esa modalidad de bachillerato, circunstancia que perjudica al resto de grupos, pues empobrece su diversidad. No obstante, muchos de los escogidos, abandonan pronto por no soportar un nivel de competitividad tan elevado.
En nuestros centros, vemos con frecuencia a nuestros niños luchando más que colaborando entre sí. Especialmente en los cursos superiores de las enseñanzas medias. No se construye así una escuela enriquecedora y emancipadora, que esté más atenta al matiz y a la disidencia que a la norma; una escuela que sea lugar de encuentro de sensibilidades diversas, compensadora de las desigualdades de partida, pendiente de educar a personas críticas, libres y felices.
No proponemos aquí una nueva reforma, que ya van ocho en poco más de cuarenta años (LOECE, 1980; LODE,1985; LOGSE, 1990; LOPEG, 1995; LOCE, 2002; LOE, 2006; LOMCE, 2013; y LOMLOE, 2020). Sale a ley por lustro, cuando no es posible hacerse a las prácticas, metodologías y nomenclatura de leyes orgánicas de esta envergadura en menos de una generación. No creo que exista otro ámbito público tan necesitado de estabilidad normativa y tan zarandeado por la incertidumbre constante de reformas y contrarreformas. Fueron leyes que lo cambiaron todo para que casi todo siguiera igual, salvando, claro, algunos avances importantes como la prolongación de la escolarización obligatoria hasta los dieciséis años o el refuerzo y democratización de los órganos colegiados de los centros –hoy ya, de nuevo, muy desdibujados-.
Se trata de que nuestros niños colaboren y dejen de competir. Es, por tanto, un cambio de paradigma, que confíe más en los docentes, que libere a los discentes y que abandone el valor del crecimiento cuantitativo, mensurable, por el del crecimiento personal, intangible, poco productivo en dinero o especies, pero más conducente a una felicidad frágil, pero serena, y a una sociedad más justa, equitativa, respetuosa y pacífica.