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"El abrazo" (Juan Genovés -1976) |
Ningún español con menos de 63
años votó la Constitución que sigue marcando nuestro destino como nación. Y,
después de cuarenta y cinco años, han (hemos) pasado ya dos generaciones. ¡Y cuánto hemos
cambiado en estos nueve lustros! ¡Ha habido hasta una revolución digital y un
cambio de milenio por medio! Poco tienen que ver nuestras aulas, nuestras
calles, nuestra manera de comunicarnos y de aprender, y nosotros mismos con lo
que éramos en 1978. Hoy somos más diversos en lo que se refiere a etnias,
ideología, religión, nacionalidades, identidad política o de género, y
costumbres. Y eso es bueno, es muy bueno porque nos enriquece como grupo en el
camino hacia un mundo sin fronteras basado en la fraternidad universal en la aldea
global a la que aspiraron filósofos eminentes.
Es una metamorfosis profunda a todos
los niveles comparable a la que acontece en los grandes cambios de época.
España, como cualquier otro país del mundo, no es un ente abstracto, no es una
unidad de destino. España son sus ciudadanos, y estos, que, amén de diversos,
son cambiantes (somos un perpetuum mobile), no son ya los de hace más de cuatro décadas. Siendo como son
artificiales todas las fronteras, yo, ciudadano andaluz, siento más próximo a
un napolitano que a un vecino de Intxaurrondo. Porque la diversidad es
exponencial en nuestro país y debemos asumirla y gestionarla con generosidad,
sentido común y hasta con entusiasmo.
Hay que normalizar estas
expresiones que no traicionan a ninguna patria ni pretenden ofender a nadie,
sino que manifiestan una forma de sentir la pertenencia desde el respeto a
otros sentires. Hasta ahora, nos hemos limitado a cambiar algo para que todo
siga igual. Pero este viejo principio no puede seguir funcionando. Compramos un
dispositivo digital y, de inmediato, nos pide descargar actualizaciones porque
todo queda obsoleto en un breve plazo. Y, sin embargo, pretendemos que nuestro
marco legislativo e institucional, permanezca incólume por más que trueque el
mundo y nosotros mismos con él.
Una renovación del proyecto
de país democrático, integrador e inclusivo en el que todos tuvieran cabida
como el que acometimos hace ya tanto tiempo, debería, en mi opinión,
considerar, entre otros, estos aspectos:
-El modelo de Estado, con la celebración de un
referéndum sobre monarquía o República. Portugal, Francia, Alemania, Grecia,
Italia... son repúblicas con pasado monárquico. De hecho, en Europa, la
monarquía no es una norma, es una excepción. Si la soberanía reside en el
pueblo, ¿por qué no puede el pueblo soberano manifestarse al respecto?
-El modelo territorial, considerando ahora una
perspectiva federalista. Una federación de naciones permitiría otro encaje a
aquellos territorios que necesitan nuevas formas de coexistir. Y no hablamos
solo de Cataluña, Euskadi y Galicia, pues tensiones respecto al modelo
autonómico vigente hay también en la Andalucía oriental o en Castilla y León.
Desde el siglo XIX anda dando vueltas esta razonable propuesta federalista que
el PSOE retomó en la Declaración de Granada de 2013.
-La normalización del referéndum como forma habitual
de consulta al pueblo soberano.
-La profundización en la transparencia
institucional siguiendo las indicaciones de los organismos internacionales.
-Una reforma del poder judicial en aspectos como
la elección de cargos en los órganos de gobierno de los jueces o el acceso a la
carrera judicial con medidas que permitan ese acceso a los grupos sociales más
diversos.
-Reforma constitucional, que incluya una
revisión de la ley electoral, o (caso de mantener la monarquía) de normas tan
antediluvianas como la inmunidad del rey o la pragmática sanción del siglo XIX.
-Denuncia de los acuerdos con la Santa Sede, que calca los que se firmaron
en 1953 bajo la dictadura militar y que impone al Estado obligaciones tan poco
defendibles como el abono del salario a miles de sacerdotes con dinero público,
la exención del pago de determinados impuestos, la presencia de la catequesis
en el currículum educativo oficial o la recaudación de impuestos para esta
institución privada a través del IRPF.
A diferencia de los textos
sagrados, inspirados por seres divinos que, al decir de místicos y teólogos, no
se mudan, los acuerdos humanos deben revisarse transcurrido un período de
tiempo razonable. ¡Y cuarenta y cinco años lo parecen!
“¡España se rompe!”, repiten machaconamente desde
un flanco, mientras otros gritan su hartazgo de un Estado al que acusan de
inmovilista e invasor. Y sí, a fuerza de no actualizarla, España acabará
gripándose. Si no queremos que su viejo hábito estalle por las costuras, habrá
que renovarlo, actualizarlo, resetearlo. No querer mirar la realidad, como hace
un niño que se cubre los ojos con sus manos, es la mejor manera de que los
problemas, lejos de resolverse, se pudran y apesten.
Una y otra vez hay que repetir
que la esencia de la democracia, lo que la distingue de los sistemas
autoritarios, es el respeto a todas las posiciones que se defiendan desde la
argumentación y el respeto a los derechos fundamentales, por minoritarias que
estas puedan resultar. Y también el uso del diálogo como medio de resolución de
conflictos. Pero el diálogo hoy en España está muerto o, al menos, gravemente
envenenado en las redes y los medios de comunicación, en las tertulias y en las
instituciones. Casi nadie escucha al oponente, casi nadie respeta al que
disiente, casi nadie considera los principios racionales básicos del diálogo,
como son el uso del argumento y el rechazo de las falacias (ad hominen, ad
verecundiam, ad populum, ad baculum y tantas otras que son el
pan de cada día en boca de tertulianos, senadores y parlamentarios). Y cuando
las formas se encanallan, lo emponzoñan todo.
Dialogar es argumentar
Argumentar honestamente (y no
trampear o engatusar con falacias), es escuchar en actitud proactiva y
empática, y es respetar al oponente. Las formas, no solo el fondo, son
importantes en democracia. Porque fuera de estos cánones, cualquier debate fértil
resultará inviable. Verse este sobre el problema identitario, la reforma
del modelo educativo o la justa y necesaria reparación a las víctimas, a todas
las víctimas, o acerca de cualquier otro asunto en el que nos juguemos nuestro
presente y nuestro futuro como país.
Yo imparto la asignatura de
Oratoria y debate a jóvenes de 13 años en un instituto de Granada. Cuando
debaten en el aula los veo ansiosos por competir, no por colaborar, por hablar,
no por escuchar, por vencer, no por convencer. Y hay que modificar estas
actitudes, expresión de un pensamiento todavía inmaduro. Por eso, sostengo que
no podemos pedir a nuestros hijos, a nuestros alumnos, que respeten y que se
respeten si nuestros representantes políticos no lo hacen. Hablamos mucho de la
necesaria ejemplaridad de los deportistas y poco de la de los políticos.
Parece que hemos olvidado el
poder de la palabra, su fuerza sanadora, mas también su enorme potencial
destructivo de los derechos y la convivencia. La historia reciente, hecha de
sangre y condenada a repetirse -Ángel González dixit-, nos lo enseña; y
filósofos como Gorgias nos advierten desde hace siglos de ambas vertientes del
lenguaje.
Tenemos modelos cercanos en
políticos como Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Julio Anguita, José María Ruiz
Gallardón, José María Bandrés, Jorge Semprún, Tierno Galván, Miquel Roca y
tantos otros que dialogaron para hacer un país mejor.
Ahora son monólogos repletos de
insultos, ahora es ruido y furia lo que nos envuelve en un ambiente envenenado
y peligroso.
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