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...Era
frecuente mandar a los alumnos a hacer recados fuera del colegio y una
tarde, don Francisco me pidió salir a comprarle una bombilla. Dios y
ayuda le costó ubicarme la tienda a la que debía dirigirme. Impaciente, tras un buen rato dándome
indicaciones que a mí, expuesto a los ojos de todos mis compañeros, me costaba entender
cada vez más, tronó con voz airada: “¡Anda, ve!”. Yo,
bloqueado, alcancé a balbucir: “¿Que la bombilla sea de tipo B?”. “¡Chiquillo, que vayas a
comprarla!”, me gritó desesperado entre el jolgorio general de la clase y mi
derrumbe definitivo.
Mal empezaba la cosa. ¡Pero resulta
que llevo 55 años sin salir del cole! Tengo motivos para dudar de si sabré
organizar mis días a partir de ahora. Son más de cinco décadas sujetas a los
ciclos escolares, marcados por las grandes pausas de la Navidad, la Semana Santa y el ansiado verano. Me fui habituado a los olores de la escuela: a goma de coco, a papel, lápiz y tiza, a los libros nuevos, a la colonia barata
de doña Enriqueta, al puro habano de don Ricardo, al café
vespertino de don Diego o a los óleos y la trementina de don Francisco, mi querido maestro-pintor. También a la inquietud de los comienzos de curso, los nuevos compañeros, asignaturas y profes; la tensión de los exámenes, la felicidad de los partidos de la tarde, las clases de piano y de cerámica en la O.J.E., y las complejas relaciones del grupo de iguales,
que, sin diagnóstico pericial alguno, nos preparaban sin lenitivos para la
salida a la intemperie. En esa escuela se formaron mis gustos y apetencias
intelectuales, el sentimiento de camaradería, mas también el horror ante el
cruel acoso al débil, al diferente, acorralado por el estigma del mote. En
definitiva, en ella tuvo lugar el descubrimiento de mi ser físico y de mi
conciencia; y todo ello en la austera desnudez de un aula donde, con su
palmeta, reinaban con despotismo los autócratas, pero también brillaban los
buenos maestros, sin más recursos que una pizarra y una pequeña biblioteca.
Aulas diversas donde uno hallaba ejemplares de variadas tipologías
antropológicas, con la ausencia destacable de las niñas a quienes no tuve por
compañeras hasta los catorce años. A esta edad, nuestro camino se trifurcaba en
el mundo laboral, la formación profesional y el instituto. Mis padres nos
matricularon a mí y a mis cuatro hermanos en una escuela pública. Esa decisión,
que perduró a la hora de ingresar en la Enseñanza Media, se la agradeceré
siempre.
Me vienen ahora a la memoria muchos recuerdos de mis
buenos compañeros y amigos de estos años, como Antonio, hoy maestro ejemplar, y María José, Javi, Rosa... Y un
suceso en el que mi hermano Juanfran intervino en mi rescate. Yo tendría cuatro
años. Él cinco, aunque por su carácter y su aire reflexivo, parecía que me
sacaba al menos diez. Nos encontrábamos los cuatro hermanos —Antonio Gerardo, mi querido hermano pequeño, no había nacido aún— una
mañana de verano en busca de aventuras por la cañada que circunda La Viña, la
casa de campo familiar donde crecí y fui feliz. Nos acercamos a una
enorme marrana que, tumbada, amamantaba a sus numerosos lechones. Esta escena
nos sorprendió y comenzamos a hacer comentarios pícaros acerca de las enormes
ubres del animal y el ansia de los gorrinos al morderlas. La mamá cerda debió
de sentirse amenazada por aquellos cuatro cachorros humanos y, de improviso, se
incorporó y, con amenazantes gritos, corrió hacia nosotros que, sin pensarlo,
huimos despavoridos. Yo, que era el más pequeño, pronto me quedé rezagado
y tropecé, cayendo al suelo presa del pánico. Juanfran, que no me había perdido
de vista, se detuvo y, en un gesto de valentía impropio de un niño, me ayudó a
levantarme y a trepar a una gran peña a la que no pudo encaramarse la cerda,
que prosiguió en su tozuda persecución a mis otros dos hermanos a los que, por
fortuna, no alcanzó antes de que ellos ganaran la casa. La indignada y fiera
marrana no regresó junto a sus cachorros hasta que un vecino, mucho mayor que
nosotros, arremetió contra ella armado con una gran vara a modo de lanza o
rejón taurino. Ahí estaba ya, en ese niño de cinco años, todo el carácter virtuoso del buen maestro que llegaría a ser.
No hay enseñanza sin virtud. Mis buenos maestros y mis
mejores compañeros me han enseñado a lo largo de estos años dos virtudes
éticas: la paciencia y el respeto; y una dianoética: el amor al
conocimiento. Estas cualidades son necesarias al docente, junto a una actitud vocacional y
un sentimiento de empatía hacia los alumnos y
sus familias.
A través de Darío y Ángela, mis hijos, también he
vivido la escuela desde la otra orilla, y he podido comprender cosas
esenciales, como la importancia del cuidado y el trato individualizado, y el
contacto asiduo con las familias como elementos importantes en el proceso
educativo. Ahí estaba Alfonso (y Zakía, su compañera de vida), su gran maestro de música para servirnos de enlace con el cole. Ellos, como alumnos, y nosotros, como padres, fuimos también sufridores
de los grandes problemas del sistema. Cuando, por firme decisión de Clara —mi compañera de Filosofía, mi amor de entonces y de ahora y de siempre—, inscribimos a Darío en la alternativa a la religión en su primer curso de primaria, padecimos el abandono de aquellos que se atreven a ser diferentes:
para los pocos niños que descartaban la religión no había prevista más atención
educativa durante esa hora semanal que dejarlos en el despacho del director sin
más directrices que las que emanaran de la buena voluntad del tutor o tutora.
No había programa alguno. Exigimos entonces una atención adecuada para esos
niños y así dio comienzo la aventura de la Asociación Pi i Margall por la Educación
pública y laica que, junto a otros padres, fundamos en ese colegio de Motril.
Luego vendría el Primer Encuentro Nacional por la Laicidad en España, que
desenterró la lucha por el laicismo, un valor central para lograr la calidad
democrática a que nuestro país sigue aspirando. Aunque, por desgracia, un valor denostado por los políticos que, cincuenta años después, no han sido capaces de
suspender el Concordato con la Santa Sede que el dictador firmó en los años
cincuenta y que se sometió a un lifting en enero de 1979, unos días
después de la aprobación de la Constitución en referéndum.
Las sucesivas generaciones de adolescentes que, como altiva savia, llenan de vida las aulas y los pasillos, no envejecen. Pero mi edad se fue incrementando a razón de un año por curso académico, avanzando así, sin remedio, hacia el tiempo en que menguan todas nuestras facultades. Quienes comenzaron pudiendo ser, por biología, mis hermanos o mis colegas y, luego, mis hijos, ¡acabaron convertidos en mis nietos! Buen oído, vista perspicaz y rapidez mental, que tenían la buena costumbre de acompañarme, dejaron de hacerlo con la presteza acostumbrada, para mi tribulación y sorpresa.
Siempre fue difícil ser joven, pero hoy, tal vez, lo sea más que nunca. Para mí, lo mejor de estos años ha sido estar con ellos,
entre ellos, sintiendo el privilegio de poder transmitirles el legado inmenso
de la filosofía para un mundo en perpetua reconstrucción y necesitado de recursos
para pensar bien, o, cuando menos, para pensar... Hoy, en la era de la
posverdad, la realidad líquida y el precariado, una disciplina como la
filosofía tiende al noble objetivo de que los que manejan el cotarro no nos tomen el
pelo; cosa que, por otra parte, es justo lo que nos viene aconteciendo desde
tiempos remotos.
Pero ellos también me han enseñado, pues, como indica Séneca en sus Cartas a Lucilio, el que enseña, aprende. Exponerse cada día ante las miradas de treinta adolescentes es percibir la
fuerza ilusionante de la vida, el empuje del futuro, la atrevida insolencia de
la inocencia. Y, cuando Marina, una chica con 17 años, con sus ojos azules, su mente limpia y
sus sueños intactos, me decía en el IES José Martín Recuerda de Motril, en los
remotos años noventa del pasado siglo, que Nietzsche le había cambiado la vida,
también a mí me la estaba cambiando ella. O, cuando, en el IES Alhambra,
de Granada, Juan, un adolescente de 14 años que salía de una difícil infancia sin
padres, escolarizado en un grupo de diversificación para alumnos con problemas,
me confesó que sentía que había vivido encerrado entre cuatro paredes y un
techo, y que ahora empezaban a abrirse ventanas en el muro desde las que
divisaba un mundo lleno de maravillas, yo sentía el vértigo de la enorme responsabilidad que contraía con él. O, en fin, cuando una madre me revelaba
años después que mi llamada de atención como tutor, la hizo ponerse en alerta y
atender más a su hija adolescente, entendía la grandeza de la escuela y del magisterio, una profesión tan necesaria como, en ocasiones,
poco valorada.
Al mirar atrás me acuerdo ahora de algunos de los miles
que pasaron por mis clases. Están los que siguieron el camino de la docencia y
acabaron siendo compañeros míos —como yo lo he sido de algunos de mis ex profesores—,
e incluso hay quien ya está también próximo a su jubilación. Hubo quienes
tomaron otros caminos, como el deporte, el derecho, la medicina, la música, el
teatro o las artes plásticas. Otros suplieron la formación académica por su
afición a la lectura, verdadera tabla de salvación ante el seguro naufragio de
la idiotez. Y, entre ellos, hubo quienes me obsequiaron con su amistad.
He conocido también con dolor vidas jóvenes malogradas
por infaustos accidentes o cruces inevitables con la desgracia con sus
múltiples rostros de aflicción. Confío en que, en esos trances, la filosofía
haya sido para ellos una maestra de vida, aunque vaya pobre y desnuda a los
ojos de quienes solo atienden al vil negocio.
Y codo con codo en el quehacer diario, mis buenos
compañeros, que han sido también mis maestros y, algunos, mis amigos
entrañables, necesarios, irrenunciables. Miguel Ángel y Carmen, José María, Germán y Lola, los
dos Pepes, Alberto, Valentín, Luis y Miriam, Paqui, Mammen o, más recientemente, José Ramón. Ellos
son regalos de mi agradecida profesión. Con alguno de ellos formamos equipo
directivo en Motril. ¡Qué jóvenes éramos! Nuestros
largos y descuidados cabellos nos hicieron merecer el apelativo de los Pelijas. Un día acudió una madre y pidió al conserje
hablar con algún directivo. Cuando nos presentamos ante ella, se dirigió de nuevo al
conserje diciéndole que era con el director con quien quería hablar. Lo sé,
señora, le respondió ante su asombro, es que este es el director.
La honestidad intelectual y el entusiasmo docente de
Miguel Ángel y José María, cuyas intervenciones en los claustros eran para mí
ejemplo de integridad moral e intelectual, impresionaron al joven profesor que
yo era entonces y le marcaron el camino a seguir.
También recuerdo ahora con profunda gratitud, y ha
sido una constante en mi vida, a mis buenos maestros: Criado Sola, Francisco
Muñoz, Isabel Arboleda, Miguel Ángel Castro, el ya mencionado Tomás Calvo, Remedios Ávila, Pérez Tapias, Pedro Cerezo o José Luis García
Rúa, entre otros. Junto con mis padres, me enseñaron los secretos de la
filantropía e hicieron de mí lo que he sido.
Y continúo con mi balance, que tiene más, mucho más,
en el debe que en el haber. Por cierto, de las autoridades educativas hablaré
solo de soslayo porque ya las he olvidado.
Yo creo que las nuevas generaciones son mejores que la mía y están más formadas de lo que nunca lo estuvieron en España. Y eso a pesar de todas las deficiencias de que adolece nuestro sistema educativo que, después de casi cincuenta años de democracia y de ocho reformas —que podemos calificar de lampedusianas salvo por alguna conquista notable como la ampliación hasta los dieciséis años de la escolarización obligatoria—, sigue sin reducir las ratios, sin promover las inteligencias múltiples, sin acoger adecuadamente la diversidad de nuestros jóvenes, que hoy es exponencial, y sin mejorar las difíciles condiciones laborales del profesorado. En definitiva, continúa sin potenciar lo suficiente una escuela pública, democrática y participativa, inclusiva, humanista y científica, que es también decir una escuela laica. Para ello hay que incrementar lo que se invierte en educación pública, para alcanzar, al menos, la media de porcentaje del PNB de los países de nuestro entorno. Esa es, sin duda, la mejor inversión posible y la más necesaria. Pero, al mismo tiempo, la que requiere de más paciencia para ver sus frutos. Y esta es una virtud ausente en nuestra pragmática partitocracia. Justamente, esa ha sido la lucha rebelde y generosa de la CGT, mi sindicato libertario durante tantos años. Con Fermín, Ángela, José Luis o Susi siempre dispuestos a ayudar.
En este día a día escolar, también me acompañó Albert Camus desde muy pronto. Filósofo, literato, periodista y profesor frustrado por su tuberculosis. Al estudio de su pensamiento y su obra he dedicado buena parte de mi tiempo de descanso escolar, y de mi trabajo intelectual, que yo entendía que formaba parte de mi labor docente, pues me aportaba lecturas y reflexiones que me ayudaban en la tarea de enseñar. No lo entendió así la rácana administración, que jamás me ofreció ayuda alguna en esa tarea investigadora. Cuando, terminada mi tesis doctoral sobre el nobel argelino, me invitaron a presentar una ponencia en una Universidad Mexicana, la administración me negó cualquier ayuda para el viaje e incluso el permiso pertinente para ausentarme esos días, no dándome más opción que prescindir de mi sueldo durante una semana para ir a compartir mis investigaciones en ese foro académico. Afortunadamente, una vez más, la CGT intervino para que este desaguisado no lo fuera del todo.
Algunas cosas son ahora distintas, aunque menos de lo que solemos pensar. Creo que lo que más ha cambiado en estos treinta y seis años de docencia, he sido yo mismo; sobre todo porque, como ya he señalado, ahora soy más viejo. En el comienzo de Las Nubes, una brillante comedia clásica de Aristófanes, Estrepsíades se queja con amargura de la holgazanería de Fidípides, su hijo, que tiene gran apetito, duerme a pierna suelta y vive sin más preocupaciones que cuidar sus cabellos y su atuendo. Estrepsíades lamenta que su hijo justifique su mal comportamiento con argumentos aprendidos en la escuela de Sócrates. Y, para colmo, está en bancarrota por las deudas de su manirroto vástago, quien las ha acumulado por su pasión por las carreras de caballos.
¡Muy reconocibles son ese padre y ese joven!, ¿no les parece? Sin embargo, algunas
cosas sí son diferentes. Las aulas son ahora un poco más jaulas que cuando yo
comencé. Y, después de tantas ínfulas de reformistas que disertaron hasta la
extenuación sobre evaluación, veo tanta o más examencitis que nunca, además de más competitividad y más contaminación de una axiología empresarial y productiva que
poco tiene que ver con lo que más importa, lo que no es mensurable, que es
hacer de nuestros educandos personas felices, ni más ni menos, porque ser
persona alude al respeto y a la dignidad compartida entre ciudadanos libres,
iguales en derechos y en oportunidades. En general, cuanto más inútil es algo a
los ojos codiciosos, más necesario resulta para mejorar el mundo. Y eso sucede
en la tarea de educar.
Mis referentes pedagógicos han sido la Institución
Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos y Claudia Benito; las Misiones
Pedagógicas de Fernando de los Ríos y Federico García Lorca, el Instituto
Escuela y la Residencia de Señoritas de María de Maeztu. Todos ellos promovieron una escuela libre
y abierta al entorno. La Escuela Moderna de Francesc Ferrer i Guàrdia y Soledad
Villafranca Los Arcos, libertaria, laica e inclusiva. Y Paulo Freire, con
su rechazo de los sacrosantos exámenes y la competitividad en pro de una
escuela más colaborativa e integradora.
Líneas pedagógicas irrenunciables para mí han sido el fomento de la investigación y de la lectura a través de las bibliotecas de centro y de aula, y de la organización de clubes lectores con los alumnos, el profesorado y las familias; así como la propuesta de catálogos de lecturas abiertos y flexibles; la apertura al mundo y al entorno cercano a través de la prensa como recurso didáctico; la práctica asidua del comentario de texto como vía para la adquisición de la competencia lectora crítica; la promoción de los talentos e intereses personales mediante talleres diseñados con y para los alumnos; la evaluación con instrumentos y procedimientos diversos, incluyendo la evaluación por pares, la práctica del debate en el aula, así como la exposición oral ante el grupo; y el recurso permanente al cine, el teatro y la música como vehículos fundamentales en la transmisión cultural.
Asimismo, la
importancia del juego (el ajedrez, en particular) y de las salidas del aula, aun al patio del colegio --que debe ser algo más que una mera pista polideportiva--, para conocer el entorno y
fomentar la convivencia; evitar los premios y castigos, pues promueven la
malsana competitividad, enemiga de la cooperación, la solidaridad y el trabajo
en equipo, basando la motivación del alumnado en la curiosidad natural, y en
los intereses y talentos individuales. Procurar una amplia formación, que
supera con mucho el sesgo tecno-científico de nuestros currículums actuales. Una educación científica y humanista, que rechace la
superstición y el adoctrinamiento y no deje lugar para las pseudociencias ni el proselitismo, que nada tienen que ver con el necesario conocimiento
histórico del hecho religioso en sus múltiples manifestaciones antropológicas,
etnográficas o estéticas. También he creído siempre que la libertad de
enseñanza no implica que sean los padres quienes deciden lo que estudian
sus hijos en la escuela, pues, por ese camino, no solo la enseñanza de la
igualdad o de la sexualidad podrían ser excluidas de nuestras aulas, sino
también el darwinismo o el ateísmo marxista, dependiendo de la voluntad e
ideología de las familias. En un estado de derecho como el nuestro, son las
autoridades legítimas quienes deciden el contenido curricular.
Salir
del aula, desenjaular al alumno para descubrir el mundo y convivir con él fuera
del centro ha sido siempre para mí otro principio irrenunciable que me ha dado
experiencias inolvidables en visitas a exposiciones, teatros, cines o
yacimientos en lugares como Madrid, Salamanca, Lisboa, Málaga, Girona, Orce,
las Alpujarras o la propia ciudad de Granada donde descubrimos juntos los
rincones íntimos de la existencia rebelde de Mariana Pineda.
Excursiones que dejaron en mi memoria luminosos momentos de entusiasta
algarabía de mis alumnos. En estos lugares conocimos personajes inolvidables,
como aquel pastor de cabras de Yegen que nos acompañó en un maravilloso paseo
por el campo y que, ante centenarios y majestuosos castaños y encinas, exclamaba con nietzscheano vitalismo: “Estas
son las únicas catedrales que yo admiro”. Los alumnos y los profes somos
otros alejados de la rigidez del libro, el pupitre y la pizarra.
He procurado ir contracorriente, educar para desarmar
los mimbres de una sociedad que presenta pocos méritos como para educar a su
favor. Y lo he hecho con el convencimiento de que la única revolución posible,
la única, sí, es la que tiene lugar en las aulas, en unas aulas emancipadoras e
igualitarias. Aunque, cuando un alumno te dice que su mayor objetivo es ser tan rico
como Elon Musk, constituye todo un reto hacerle entender que la felicidad de
los borregos de lanas doradas no es mejor que la de los que las tienen churras
o hasta merinas. Sobre todo cuando casi todos los mensajes que le llegan van en la dirección opuesta.
También considero que, por desgracia, nuestros centros
son ahora menos democráticos y menos participativos. Como muestra vale la
normativa para la elección de director/a, un proceso que ahora controla la
administración y no los miembros de la comunidad educativa; así como las
menguadas competencias de los Consejos escolares. Por otra parte, la limitación
interesada de la autonomía pedagógica de las escuelas ha hecho más difícil que
se abran paso proyectos verdaderamente innovadores, más allá del fomento de
ocurrencias dañinas como el emprendimiento empresarial para niños o pasajeras
veleidades como el fomento a ultranza de las TICs, tenidas por poco menos que
sacrosantas. Sin embargo, hoy sé que un buen maestro con su empatía y su
entusiasmo, y aun con medios exiguos, puede hacer más que uno desmotivado por mucho
que se le rodee a este de teclados, conexiones y pantallas, que no servirán más
que para multiplicar por diez o por diez mil su frustración y la de sus
alumnos.
Hoy puedo decir que casi siempre salí de mis clases con más y con mejor ánimo del que tenía al entrar. Eso se lo debo a los alumnos de los que recibía más de lo que yo les daba. Y creo que hoy, tras mi larga experiencia docente, soy mejor persona. Y eso también se lo debo en buena parte a ellos.
Leer
recientemente en la puerta de entrada de una escuela de Granada el lema
"Saber más para servir mejor", me hace pensar en la mucha tarea que
nos queda aún por delante. Pero a mí me llegó ya la hora de
dejar paso a quienes aguardan para ejercer este noble oficio, en el que uno
entra pudiendo ser un colega de sus alumnos mayores y sale sintiendo la
dolorosa distancia que sin remedio va abriéndose entre ellos y uno mismo.
Abismo generacional —y no solo con los alumnos, sino incluso con los compañeros
jóvenes— que me muestra la puerta de salida. La tomo raudo, antes de que
se me cierre, y lo hago con gratitud y alegría, pues, parafraseando a
Nietzsche, puedo exclamar: “¿Esto es enseñar?, pues ¡que venga de nuevo!”.
Granada,
abril de 2025
www.filosofiaylaicismo.blogspot.com
Qué emocionado estoy querido amigo. Nadie como un maestro puede entender esta hermosa despedida de las aulas que tan cerca veo yo también. Somos afortunados por haber trabajado con la materia prima más preciada que son nuestros alumnos/as. Pero sin duda también son afortunados ellos y ellas a los que has dedicado con pasión, lo puedo atestiguar, toda tu vida docente. Ay, cuánto hubiera dado yo por haber tenido un profe de filosofía como tú en mis años de alumno...
ResponderEliminarGracias de maestro a maestro
Gracias, querido Alfonso. También tú has sido protagonista en esta larga travesía que tan corta se me ha hecho. Un abrazo
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