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El término 'libertad' es tan hermoso, como ambiguo el concepto que designa. La misma laxitud hallamos en la concepción actual del liberalismo, tanto en el terreno de la economía, como en el de la filosofía y la política. ¿Cómo decir que uno no es liberal? Entonces,¿defiende la autarquía? Pero la cosa no es tan simple. Encontramos matices y variantes notables desde el liberalismo económico de Adam Smith (su propuesta de que de la colisión de los egoísmos individuales acabe emergiendo el bien común es de una ingenuidad naif), hasta el neoliberalismo actual, o desde el liberalismo clásico de Locke (que consagra la propiedad privada como derecho esencial insoslayable), hasta el de John Rawls (y su interesante propuesta de un hipotético juez imparcial por ignorar sus condiciones socioeconómicas particulares). La libertad, como supo ver Camus, es un valor complejo que entra en relación dialéctica con otros como la seguridad, la igualdad y la justicia, que son los que garantizan que yo pueda de facto ejercer mi libertad. En efecto, de qué me sirve ser libre de elegir entre 10 restaurantes si mi pobreza me impide afrontar el abusivo precio de sus cartas de menú. Y la cosa es aún más grave si lo que no puedo alcanzar, por más que sea libre de hacerlo, es una vivienda digna, una sanidad de calidad o unos estudios para mí o para mis hijos. Aunque pueda escoger desde una teórica libertad individual, si las condiciones de partida no son equiparables para todos -aunque no necesariamente iguales-, la libertad es un camelo que, en la práctica, solo pueden ejercer los más pudientes. Por eso, antes de "¡Libertad, carajo! ", hay que exigir, y hasta gritar, "¡Justicia, carajo!". Y esa justicia exige un reparto más equitativo de la riqueza, es decir, una fiscalidad proporcional y progresiva. Hoy sabemos que esperar que la libertad de mercado, la ley de la oferta y la demanda, regule todas las dimensiones de la economía, incluidas las que afectan a los servicios esenciales, es sentarse a mirar cómo los peces gordos devoran a los pequeños y terminan imponiendo la voracidad acaparadora de su codicia sin límites. Eso es lo que está ocurriendo allí donde un liberalismo económico a ultranza sin regulación pública alguna, ha impuesto su ley de la selva, llámese Europa, EEUU o Argentina, lugares en los que la distancia entre los que más y los que menos tienen no deja de crecer, bajo la cruel y populista soflama de la libertad para tomarse unas cañitas.