So pretexto de lo que Miguel Ángel Aguilar denomina la IHR (Insoportable Herencia Recibida), el gobierno entrante ─el que entre y cuando entre─, dirá que nada puede hacer más que seguir aplicando las recetas que le dictan los mercados a través de sus voceros: el Banco de España, el Banco Central Europeo o el FMI ─qué más nos da uno que otro─. El gobierno en ciernes de Castilla-La Mancha, popular y recién salido de las urnas, ya apunta maneras: dice no saber si podrá hacer frente siquiera a las nóminas de los 70000 funcionarios públicos. Algo parecido afirmó su majestad catalana Artur Mas, quien, a la vez que se aprestaba a adelgazar la sanidad pública, hallaba recursos para suprimir el impuesto de herencias y sucesiones que no beneficia a todos por igual, como afirman, sino con notable diferencia a quienes más tienen. Las arcas públicas catalanas dejarán así de ingresar muchos miles de euros.
Zapatero, pecando por omisión, ha sido incapaz de gravar las grandes fortunas y ha tardado un año en arbitrar topes a los bonus para directivos de los bancos ─no sin antes recibir un vergonzante tirón de orejas de la conservadora Europa─ . Son los mismos que salieron a flote de su crisis con nuestro dinero, que ahora necesitamos para pagar sus condenadas hipotecas. Zapatero, pecando ahora por acción, suprimió el impuesto de patrimonio desde el 1 de enero de 2008, llevando con ello la alegría a las grandes fortunas y un agujero de más de 9.000 millones de euros a las arcas públicas en los últimos tres ejercicios. Ahora, profundizando en sus políticas sociales, acaba de aplicar reformas que permiten a un empresario reducir su plantilla si prevé pérdidas el día de mañana, aunque se esté forrando el día de hoy. Véase el caso de Telefónica, esa empresa que no hace mucho era pública y que Aznar terminó de vender por el módico precio de 4000 millones de € ─equivalente a lo que ahora renta a sus dueños en solo seis meses─ consiguiendo con ello que sus pingües beneficios reviertan en unos pocos y que, el resto, padezcamos las tarifas telefónicas más abusivas de Europa. Y, para terminar la faena, esta multinacional incrementa el número de parados, nuestros parados, en unos pocos miles.
Es fácil imaginar ahora qué recetas anticrisis aplicarán los que vienen: nuevos ataques a lo público. Entre otros, rebaja y congelación de funcionarios, o sea, de médicos, bomberos, limpiadores, policías o maestros ─abandonemos ya la manía de pensar en chupatintas incompetentes cuando alguien mienta al funcionario─. (¿Y si esos tres millones de servidores públicos iniciaran una huelga general, pero no de un día como las que vienen convocando los grandes sindicatos para recordarse a sí mismos su glorioso pasado, sino de las de verdad: una huelga indefinida?).
Urge una revolución ciudadana, pacífica pero a fondo. Si la francesa lo fue contra la monarquía (l’Ancien Régime), el tirano ahora son los mercados con sus soflamas de libertad que es libertad total para sus mercancías, que no para personas. (Lejos queda el artículo 13 de la Declaración Universal que garantiza el derecho de toda persona a circular libremente).
Es el imperio de la fuerza, la ley de la selva, la del más fuerte; lo de siempre: el pez grande se come al pequeño. Los pezqueñines, o sea, todos los ciudadanos de a pie, paganos de la crisis, abandonados a su suerte, que seguro será mala si seguimos en manos de los berlusconi, los strauss-kahn o las merkel (esa que miente sin escrúpulos al afirmar que en España trabajamos menos y nos jubilamos antes que en Alemania).
Pero nuestros grandes partidos son lugartenientes de ese Ancien Régime, con la diferencia de que uno no dice lo que piensa, pero lo hace; y el otro parece pensar lo que dice pero no lo hace; lo que, a la postre, viene a ser lo mismo (o casi). Da la impresión de que hubiesen alcanzado un pacto tácito de alternancia en el poder, como lo hicieron conservadores y liberales en tiempos de la Restauración canovista, con sus pucherazos y su caciquismo. Esta partitocracia que padecemos es más de esa época. No pueden ofrecer nada nuevo a un mundo que es totalmente otro después de la última revolución tecnológica y la democratización radical del conocimiento y la información que ha traído consigo.
Esta generación es la mejor preparada de nuestra historia, y no es boba, no se resigna, sabe organizarse y exigir lo que es suyo. Pero no espero ver a ningún gobernante sentarse con los jóvenes que están en la plaza, en el ágora -ἀγορά, asamblea-, pidiendo que les escuchen antes de que sea demasiado tarde.