En una
conferencia de 1965, Erich Fromm utiliza la expresión Homo
Consumens para referirse a un sujeto cuyo "objetivo principal
no es tanto poseer cosas, sino consumir cada vez más para compensar así su
vacío interior, la pasividad, la soledad y la ansiedad" (El amor a la
vida, 1997).
Niño de las Pinturas (Realejo de Granada) |
Esta
vana vertiente nuestra de seres que adquieren y usan determinados productos ha
alcanzado preponderancia sobre cualquier otra dimensión de nuestra compleja
condición humana. "En cuanto no es cliente, el hombre moderno es
comerciante", añadía Fromm en The Dogma of Christ. En la
colmena en que convivimos ejercemos como trabajadores o empresarios,
estudiantes o educadores, sanitarios o pacientes, tenderos o clientes, curas o
creyentes, jueces o reos, creadores o espectadores, y un largo etcétera. Pero
estas dimensiones han quedado eclipsadas por nuestra potencialidad como
contumaces compradores sin rostro. Así, bien agrupaditos, somos más...
manejables.
El
filósofo coreano Byung-Chul Han utiliza la expresión "el
infierno de lo igual" para describir la homogeneización del mundo fruto
del consumismo globalizado.
Una
perspectiva puramente economicista lo contamina todo, y, así, los creadores de
falacias tan obtusas como "crecimiento negativo" o "el turismo
es una industria", inventan ahora la fórmula según la cual "la
Cultura se consume".
Consumir
cultura me parece una acción tan impropia como lo sería pretender hacer un
comentario filosófico del prospecto de la aspirina o una hermenéutica de las
instrucciones para el montaje de la silla de Ikea.
Ya no
solo consumimos papel, patatas o combustible. Ahora, un libro o una pintura no
se lee o se contempla, ni se disfrutan; se consumen. Los consumimos, es decir,
los agotamos (¡y excretamos!), según el significado propio de esa palabra (del
latín consumere, agotar, desgastar). Y así, cada año se
publican las estadísticas de consumo de cultura (o de "productos
culturales") en España, según las cuales consumimos cine, información,
viajes y conciertos, exposiciones, simposios o congresos, encuentros poéticos y
teatro; y, ya puestos, besos y caricias.
Y, por
estas mismas razones, somos considerados como meros usuarios cuando acudimos a
un hospital, a un centro asistencial o a una escuela. Anónimos usuarios,
que no miembros de la comunidad que esas instituciones están llamadas a
generar. Porque se espera que usemos sus servicios como quien utiliza los de
una gran superficie comercial, en una disposición de pura transacción económica
sin más compromiso que el beneficio tangible, mensurable. A partir de ese
presupuesto (perdón, quise decir "premisa"), ya no será bien visto
hablar de sanitarios y docentes, sino de recursos humanos; ni tampoco de tesis
o artículos, sino de producción científica; ni de salud y valores, sino de
resultados.
Fue Sócrates (que
se autodenominaba 'tábano' por el tostón que daba con su cháchara de preguntas e
irónicas inquisiciones) quien, a la vista de los productos de un mercado,
exclamó: "¡Cuántas cosas hay aquí que no necesito!". Y, tal vez,
importunara a alguien que acertaba a pasar por allí para dialogar con él:
"Amigo, ¿realmente necesitas todo eso que has comprado? Y si me respondes
que sí, piensa si la necesidad que te mueve coarta o no tu libertad. Porque,
etcétera, etcétera." Y luego vino el filósofo cosmopolita Diógenes de
Sinope, nudista y jipi defensor de la Aldea global, que no pisaba un comercio; y,
unos siglos después, Cristo, otro rebelde, que expulsaba a los
mercaderes del templo.
La
sabia austeridad de Sócrates, Diógenes y Cristo representaba un considerable
avance del espíritu humano. Aunque sabemos que, a la postre, esa ira santa (que
también llevó a Cristo a sostener lo del camello y el ojo de la aguja por el
que este había de pasar) quedó para herejes franciscanos dulcinistas o para
montaraces y barbudos teólogos de la liberación.
En fin,
desde entonces, los mercaderes, alarmados ante un sentido común tan lúcido como
ruinoso para sus negocios, se pusieron a maquinar la manera de hacernos ver que
todo lo que ellos venden es necesario para alcanzar... nada más y nada menos
que la felicidad. ¡La felicidad, qué tesoro tan venerado! Ya aclamado por la
ética eudemonista de Aristóteles como el objetivo primordial
de cualquier existencia humana, por ser el único bien que, a diferencia de
otros como el dinero o el poder, se desea como fin en sí mismo. ¡Y vaya si los
magos del dinero están consiguiendo imponer esa identidad entre felicidad y
consumo!
Y sus
consecuencias están a la vista. Hoy, los que saben hablan del Antropoceno (Ramón
Fernández Durán, El Antropoceno. La expansión del capitalismo global
choca con la Biosfera, 2011). Y, en esta nueva época geológica, el
protagonista es el Homo Consumens, sucesor del Homo Sapiens Sapiens, que lo fue en el Holoceno. No son ya avatares geológicos, astronómicos o climáticos los que
modelan el medio terrestre, sino nuestra voracidad depredadora asistida por una
capacidad tecnológica que se ha multiplicado en muy poco tiempo.
Tal vez
sea la Inteligencia Artificial, asociada en el cine a un distópico
futuro, la que tenga que venir, al fin, a redimirnos, a sacarnos del error para
reconducir lo que llamamos progreso. Por ahora, los dioses y sus profetas han
servido de bien poco. Y que conste que los hemos dejado hacer mucho.