domingo, 1 de enero de 2023

ESTIMADO USUARIO

 

En una conferencia de 1965, Erich Fromm utiliza la expresión Homo Consumens para referirse a un sujeto cuyo "objetivo principal no es tanto poseer cosas, sino consumir cada vez más para compensar así su vacío interior, la pasividad, la soledad y la ansiedad" (El amor a la vida, 1997).

Niño de las Pinturas
(Realejo de Granada)

       Desde la modernidad a nuestros días, diversas dimensiones de esta nuestra sociable insociabilidad (I. Kant dixit) han ido adquiriendo protagonismo. Partiendo del ciudadano y sus cuitas por ver reconocidos sus derechos, y pasando por el proletario y el elector, con las suyas respectivas, hemos llegado, por fin, al reinado del consumidor. Hoy, ante todo, somos eso, consumidores que creen reinar en un mundo que, en realidad, les esquilma.

Esta vana vertiente nuestra de seres que adquieren y usan determinados productos ha alcanzado preponderancia sobre cualquier otra dimensión de nuestra compleja condición humana. "En cuanto no es cliente, el hombre moderno es comerciante", añadía Fromm en The Dogma of Christ. En la colmena en que convivimos ejercemos como trabajadores o empresarios, estudiantes o educadores, sanitarios o pacientes, tenderos o clientes, curas o creyentes, jueces o reos, creadores o espectadores, y un largo etcétera. Pero estas dimensiones han quedado eclipsadas por nuestra potencialidad como contumaces compradores sin rostro. Así, bien agrupaditos, somos más... manejables.

El filósofo coreano Byung-Chul Han utiliza la expresión "el infierno de lo igual" para describir la homogeneización del mundo fruto del consumismo globalizado.

Una perspectiva puramente economicista lo contamina todo, y, así, los creadores de falacias tan obtusas como "crecimiento negativo" o "el turismo es una industria", inventan ahora la fórmula según la cual "la Cultura se consume".

Consumir cultura me parece una acción tan impropia como lo sería pretender hacer un comentario filosófico del prospecto de la aspirina o una hermenéutica de las instrucciones para el montaje de la silla de Ikea.

Ya no solo consumimos papel, patatas o combustible. Ahora, un libro o una pintura no se lee o se contempla, ni se disfrutan; se consumen. Los consumimos, es decir, los agotamos (¡y excretamos!), según el significado propio de esa palabra (del latín consumere, agotar, desgastar). Y así, cada año se publican las estadísticas de consumo de cultura (o de "productos culturales") en España, según las cuales consumimos cine, información, viajes y conciertos, exposiciones, simposios o congresos, encuentros poéticos y teatro; y, ya puestos, besos y caricias.

Y, por estas mismas razones, somos considerados como meros usuarios cuando acudimos a un hospital, a un centro asistencial o a una escuela. Anónimos usuarios, que no miembros de la comunidad que esas instituciones están llamadas a generar. Porque se espera que usemos sus servicios como quien utiliza los de una gran superficie comercial, en una disposición de pura transacción económica sin más compromiso que el beneficio tangible, mensurable. A partir de ese presupuesto (perdón, quise decir "premisa"), ya no será bien visto hablar de sanitarios y docentes, sino de recursos humanos; ni tampoco de tesis o artículos, sino de producción científica; ni de salud y valores, sino de resultados.

Fue Sócrates (que se autodenominaba 'tábano' por el tostón que daba con su cháchara de preguntas e irónicas inquisiciones) quien, a la vista de los productos de un mercado, exclamó: "¡Cuántas cosas hay aquí que no necesito!". Y, tal vez, importunara a alguien que acertaba a pasar por allí para dialogar con él: "Amigo, ¿realmente necesitas todo eso que has comprado? Y si me respondes que sí, piensa si la necesidad que te mueve coarta o no tu libertad. Porque, etcétera, etcétera." Y luego vino el filósofo cosmopolita Diógenes de Sinope, nudista y jipi defensor de la Aldea global, que no pisaba un comercio; y, unos siglos después, Cristo, otro rebelde, que expulsaba a los mercaderes del templo.

La sabia austeridad de Sócrates, Diógenes y Cristo representaba un considerable avance del espíritu humano. Aunque sabemos que, a la postre, esa ira santa (que también llevó a Cristo a sostener lo del camello y el ojo de la aguja por el que este había de pasar) quedó para herejes franciscanos dulcinistas o para montaraces y barbudos teólogos de la liberación.

En fin, desde entonces, los mercaderes, alarmados ante un sentido común tan lúcido como ruinoso para sus negocios, se pusieron a maquinar la manera de hacernos ver que todo lo que ellos venden es necesario para alcanzar... nada más y nada menos que la felicidad. ¡La felicidad, qué tesoro tan venerado! Ya aclamado por la ética eudemonista de Aristóteles como el objetivo primordial de cualquier existencia humana, por ser el único bien que, a diferencia de otros como el dinero o el poder, se desea como fin en sí mismo. ¡Y vaya si los magos del dinero están consiguiendo imponer esa identidad entre felicidad y consumo!

Y sus consecuencias están a la vista. Hoy, los que saben hablan del Antropoceno (Ramón Fernández Durán, El Antropoceno. La expansión del capitalismo global choca con la Biosfera, 2011). Y, en esta nueva época geológica, el protagonista es el Homo Consumens, sucesor del Homo Sapiens Sapiens, que lo fue en el Holoceno. No son ya avatares geológicos, astronómicos o climáticos los que modelan el medio terrestre, sino nuestra voracidad depredadora asistida por una capacidad tecnológica que se ha multiplicado en muy poco tiempo.

Tal vez sea la Inteligencia Artificial, asociada en el cine a un distópico futuro, la que tenga que venir, al fin, a redimirnos, a sacarnos del error para reconducir lo que llamamos progreso. Por ahora, los dioses y sus profetas han servido de bien poco. Y que conste que los hemos dejado hacer mucho.

FILOSOFÍA Y LAICISMO