Día sí, día también asistimos a
casos de corrupción en los que se ven envueltos
políticos de todos
los partidos (aunque de unos más que de otros). Llevamos décadas
hablando de corrupción. Algunos piensan que cambiando de partidos o
de políticos se resuelve el problema. ¡Qué equivocados están!
Más bien, es cuestión de cimientos. Lo que genera corrupción es un sistema diseñado para la injusticia y la desigualdad, el caldo de cultivo donde la corrupción germina y se desarrolla mejor. Nuestro sistema neoliberal capitalista necesita cloacas y ejércitos de excluidos resignados. ¡Qué mejor forma hay para convertir a los trabajadores en semi esclavos que contar con una muchedumbre de parados! Entre éstos habrá muchos desesperados dispuestos a trabajar a cambio de casi nada. Y, para seguir apretando las tuercas, la excusa de la crisis. Regular y cíclicamente retornan las crisis para permitir a los ricos recoger las pocas dádivas repartidas en los años de crecimiento. Y, de paso, recortarán también los pocos avances alcanzados en derechos cívicos y laborales. Siempre se ha hablado de crisis. Como muestra, ya a finales de los años noventa escribía Eduardo Galeano en su libro “Patas arriba”: “Llevamos más de quince años hablando de crisis. La crisis es la excusa perfecta....”
Quienes denostan cualquier intervención estatal en el mercado (léase banqueros y grandes empresarios), serán los primeros en acudir al erario público para recabar ayudas a fondo perdido cuando vengan mal dadas. Y, si el crecimiento económico regresa, que es cuando cabría esperar un reparto de ganancias entre los esquilmados trabajadores, se anunciará a bombo y platillo una reducción de impuestos que la mayoría aplaudirá extasiada. Aunque bien mirado, aplauden un adelgazamiento de las arcas públicas o, dicho de otro modo, de nuevo el sálvese quien pueda.
El complemento necesario es una democracia de mala calidad con ciudadanos poco formados (o, mejor, bien adoctrinados en el consumo, el servilismo, la respuesta irreflexiva, el pensamiento único, las modas, los tópicos...) y, por tanto, poco movilizados. Eso sí, se les convocará a las urnas cada cuatro años, en una ceremonia solemne que inviste de legitimidad al sistema.
Para evitar la explosión social cuenta el sistema con recursos muy eficaces, como lo prueban varios milenios de injusticia, desigualdad y explotación ininterrumpida. Éstos son algunos:
-Ahí están las religiones con sus ofertas de una felicidad perfecta; eso sí en el más allá, donde, además, todas las injusticias y daños quedarán reparados para siempre y las víctimas resarcidas. Pero, si no estamos ciegos, veremos cómo las iglesias viven, sin prácticamente ninguna excepción, aprovechando los beneficios del sistema, arrimándose a la sombra del poder político y económico. Crean sus bancos, invierten en bolsa, atesoran propiedades, y, además, se proclaman, unas y otras, iglesias de los pobres y los débiles. Y, sin rubor, se sientan a comer a diario en las mesas de los poderosos y aceptan sus dádivas. Exenciones de impuestos, por ejemplo.
-También hace su papel el culto a la
imagen, con una poderosa industria de moda y adoración del cuerpo.
-El consumismo con sus sofisticadas
técnicas publicitarias ofrece un ansiolítico de efecto rápido y
sedante.
-Los medios de comunicación
dispuestos, en su mayoría, a ser mera cadena de transmisión del
poder y a sesgar la realidad hablando siempre de lo mismo y de la
misma forma, hasta agotar a cualquiera y colocarnos las anteojeras que
nos hacen perder de vista los márgenes del camino.
-Y, por fin, la poderosa industria
cinematográfica dedicada en exclusiva al entretenimiento de las
masas o a inocularles el miedo y los tópicos del poder, con una
especial dedicación a los niños que aprenden quiénes son los
buenos y los malos. Ahí está Walt Disney con sus personajes
almibarados y sus monstruosos parques de cartón piedra. Son válvulas
de escape de las malas conciencias, la cara amable y mentirosa de un
sistema gris y asesino.
Estos y otros medios (la poderosa industria del fútbol, por ejemplo) evitan la explosión social que cualquiera esperaría
a la vista de los tozudos hechos de una historia dominada por la
irresponsabilidad moral, el oportunismo de los de siempre y la
eficacia de los vencedores. Guerras cíclicas en países de la
periferia (Los Balcanes, Afganistán, Irak, Libia, Malí... y, ahora,
Siria), millones de hambrientos, legiones de seres humanos hacinados
en infraviviendas (ciudades sin ley de chabolas o favelas, qué más
da), destrucción sistemática de recursos naturales (con una
contaminante y peligrosa energía nuclear que no deja de crecer a
pesar de Chernóbil y de Fukushima, y de lo que venga dentro de unos
años, que seguro vendrá).
El resultado es, sin embargo, que la cosa no va a
menos, sino a más: las diferencias entre el norte y el sur se
acentúan cada día, los países ricos son hoy más desiguales que
hace diez años, las hambrunas que no cesan, la violencia que crece
en países azotados por el poder paralelo de las mafias de la droga, también
serviles y útiles al poder (pues sólo así se explica
que no se acepte de una vez que las políticas de represión no han
servido y hay que tender a una legalización controlada para acabar
con el mercado negro y el hampa que éste ampara). El darwinismo
social se ha terminado imponiendo y la libertad más nombrada es la
libertad de mercado. Frente al valor de la auténtica libertad, que
es siamesa de la justicia, se priman los valores de la seguridad y el
orden, aunque solo para los ricos. Y así, las conquistas logradas
tras décadas de dura lucha, se pierden en poco tiempo y sin apenas
resistencia social.
Este sistema que no admite sino la ley
del más fuerte, este sistema que, por su propio funcionamiento alumbra desigualdad e injusticia, no permite que cualquiera acceda al
poder. Desde luego, alguien dotado de principios morales difícilmente
llegará a los puestos de mando. Y, de este modo, gobierne quien
gobierne, lo más fácil es que quienes cortan el bacalao sean
individuos corruptos o, al menos, prestos a ceder hasta límites de
inmoralidad que pocos ciudadanos de a pie estaríamos dispuestos a
admitir.
Lo importante no es, pues, cambiar de
gobernantes: quienes los sustituyan serán también siervos más o menos
dóciles (ahí está el injustificable indulto al banquero Alfredo
Sáenz, consejero del Santander, como despedida del gobierno
socialista de Zapatero). Lo que urge es cambiar el sistema.
Pero, ¿cómo hacerlo? Mediante una revolución. Sí, una revolución. Pero ésta no se hace sólo saliendo a las calles, que también hay que hacerlo; sino, especialmente, entrando en las aulas. No hay revolución más eficaz que la educativa. Por eso es ahí donde las fuerzas conservadoras hincan el diente nada más tocar poder. Y no vale cualquier modelo educativo: no sirve, por ejemplo, el adiestramiento que imparten en sus colegios privados los distintos grupos de poder. Se requiere una educación pública de calidad que sea gratuita, universal y laica. Una educación así es una poderosa fuerza de transformación que, a medio plazo, mejora el mundo. Sólo esta puede engendrar ciudadanos ilustrados, libres, críticos y solidarios; es decir, el tipo de personas que no están dispuestos a continuar con la farsa de una democracia simulada en un mundo que apesta a cloacas.