"¿Cuánta agua tiene que caer para admitir que está lloviendo?". Así nos interpela el Niño de las Pinturas desde un muro del Realejo granadino.
Pues eso, veamos cuánta agua.
En el entorno inmediato a la catedral de Granada, se han inaugurado en los últimos cuatro años cuatro grandes hoteles -que vendrán a sumarse a los muchos que ya había- (y hay al menos dos más en proyecto o en ejecución); asimismo, se han abierto otros tantos edificios dedicados en exclusiva a apartamentos turísticos. Hablamos de más de mil nuevas camas en este reducido espacio urbano.
Una mañana de domingo, al pasar por la catedralicia plaza de las Pasiegas, vi salir a una anciana de su portal y, al paso de un nutrido grupo de guiris, exclamó con descaro y amargura "¡Vamos a comer maletas! ".
Ahora soy yo quien desea preguntar con el Niño.
¿Cuántos nuevos negocios de comida rápida y souvenirs que desplazan al comercio tradicional se abrirán al calor de esas nuevas plazas hoteleras? ¿Y cuántos nuevos bares y restaurantes con sus correspondientes terrazas? ¿Cuántas personas dejarán de comprar o alquilar una vivienda en el barrio por la subida de precios que ocasionará la compra masiva por parte de grandes inversores atraídos por el olor del negocio inmobiliario?
Gentrificación llaman ahora a los efectos de este renovado vandalismo.
Tras la pandemia, nos pedían solidaridad con los bares. Bien, pero no a cualquier precio. ¿Quién se solidariza con el anciano cuyo último tramo de vida se ha vuelto un infierno por el bar que le pusieron en la plaza donde vive o porque esa misma plaza se ha convertido en un recinto de usos múltiples para verbenas, conciertos, mítines, procesiones y demás eventos? ¿O con la madre que cada día, al salir de casa con su bebé, debe sortear a varias hordas de energúmenos embutidos en un ridículo disfraz de pene?
Para un habitante de nuestros centros históricos, la definición del silencio es menos ruido.
No, esto no puede estar pasando.
Y, sin embargo, ¡cómo llueve!
Pero hay más preguntas: ¿Cuántas terrazas más hay que instalar en la Plaza de Bib-rambla de Granada para hacer de ella, no ya un lugar inhabitable para sus vecinos, sino intransitable e inhóspito para cualquiera que guste pasear por un entorno histórico hermoso donde pararse a contemplar, a conversar, a ver jugar a los niños, a oír su fuente u oler sus tilos en primavera o tan solo a leer?
¿Cuántos días de aire irrespirable han de soportar los ciudadanos de una urbe turística para que su Ayuntamiento ponga coto a los hoteles, bares y apartamentos turísticos que atraen una ruidosa legión de visitantes, que, ávidos de consumo, llegan en aviones, autobuses y demás vehículos?
¿Cuántas familias y ancianos tienen que abandonar sus hogares en los barrios históricos para que cese esta nueva invasión bárbara?
Pero sigamos con más preguntas, con permiso del Niño.
¿Quién es más patriota, quien denuncia esta realidad demencial o quien aprovecha para hacer su agosto en ganancias (ya sea en dinero o en votos) sin importarle el quebranto de un modus vivendi y un entorno que es precisamente lo que ha atraído a ese turismo desconsiderado?; ¿quien defiende esos valores no monetizables o quien se entrega a esa realidad líquida del dinero que solo atiende a la inmediatez del propio beneficio?
A pesar de la enorme diferencia de población, Granada es ya la tercera ciudad más contaminada de España, por detrás de Madrid y Barcelona. Y, respecto a la costa, España cuenta este verano con 48 playas con bandera negra a causa del turismo masivo y los desechos que origina. El paraje natural de Maro-Cerro Gordo de Nerja es uno de ellos y la recibe por una acumulación de cremas solares tal que resulta peligrosa para la salud humana y para la biodiversidad de sus fondos marinos.
Pero, cuando hablamos de contaminación no nos referimos solo a contaminación de aguas o a polución atmosférica, sino también acústica, espacial, visual y hasta anímica. Hablamos de un espacio urbano sucio, masificado, hostil, monetizado hasta la extenuación, transformado en un gran mercado e irreconocible para sus habitantes. Y esto vale para las ciudades ya mentadas como para Córdoba, Toledo, Valencia, Pamplona, Palma, Sevilla y tantas otras.
Obviamente, el turismo genera puestos de trabajo y riqueza, pero hay que reflexionar y decidir qué modelo de ciudad queremos. Y ahí la participación de todas es crucial. Las sucesivas crisis nos han mostrado con claridad lo vulnerable que es una economía que dependa tanto del turismo como la nuestra, que no es capaz de diversificar las fuentes de generación de trabajo y de riqueza, no solo de tipo material o tangible, sino también intelectual, moral y cultural.
Ahora al turismo lo llaman 'industria' para envolverlo en ese halo de progreso con el que solemos adornar a los laboriosos germanos. Quien pone nombre a las cosas, manda. Y así pretenden obnubilar a quienes han padecido el paro y la precariedad laboral durante decenios. Pero no, no es industria. Y menos aún este turismo de selfi, consumo compulsivo y parque temático. A mí me enseñaron que el turismo estaba en el sector terciario, el de servicios. ("Aprender más para servir mejor", es el lema de una escuela concertada granadina, dicho sea esto de paso.)
Tenemos un grave problema demográfico más -junto al de la España vaciada-: se vacían los cascos históricos para llenarlos de juerga y polución de todo tipo.
El objetivo, tal vez compartido tanto por las autoridades de aquí como las de Bruselas, es hacer de España la gran terraza de Europa. Un lugar de diversión y despedidas de soltero para jóvenes, y de salud y karaoke para los mayores de la rica Europa del norte. En el sur, todos camareros, guías, kellys o bien hosteleros. Los del norte que piensen y produzcan, que luego nosotros les daremos diversión en nuestras exhaustas ciudades y playas.
Pero solo un turismo regulado, así como el fomento de otros modelos turísticos responsables, serán compatibles con entornos urbanos habitables y con un medio ambiente limpio y protegido. Y estos son valores esenciales para una vida digna y sostenible en el tiempo.
Urge una racionalización del masivo flujo turístico, tanto a nivel municipal como autonómico, nacional y europeo. Se trata, sobre todo, de educar, pero también de establecer normas que, por otra parte, ya se han aplicado en diversos países. Como, por ejemplo, establecer límites al número de camas en función de la población; o imponer un impuesto al viajero para que contribuya al mantenimiento del lugar que visita y a los servicios que recibe; o limitar por zonas el número de establecimientos de ocio y hostelería y terrazas, además de establecer horarios y umbrales de sonido que sean respetuosos con el bienestar del vecino, sin que este tenga que recurrir a instancias judiciales para ver reconocidas cosas tan elementales como su derecho al descanso.
La sostenibilidad, nuestra salud, el futuro de nuestros jóvenes, de nuestro campo y de nuestras ciudades se juegan en buena medida en este turbio negocio del turismo.
Pues eso, que sí, que está lloviendo, y no precisamente agua.