LA CAVERNA
En el diálogo
República, Sócrates pide a su discípulo que imagine una morada subterránea en forma de caverna donde unos prisioneros viven desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y sólo pueden mirar las sombras proyectadas en la pared que tienen frente a sí. Cuando Glaucón manifiesta su sorpresa por tan extraña imagen, el filósofo le replica afirmando que esos prisioneros son como nosotros, los seres humanos, cuando no tenemos acceso a la educación.
Saramago actualizó esta parábola platónica en su novela homónima e hizo de la caverna una gran superficie comercial cuyas enormes fauces engullen a pequeños productores mientras les susurra una nana.
En el contexto del discurso neoliberal que campa a sus anchas por los inhóspitos páramos de nuestros parlamentos, se libra una batalla auspiciada por los halcones del poder económico y los sectores políticos más rancios. Quieren despedazar a una presa ya muy demacrada, el estado democrático. Cubren sus vergüenzas con los harapos a que quedaron reducidas las hermosas banderas que en otro tiempo paseó la izquierda y disimulan su faena con los arrullos del dios mercado. Enarbolan ufanos el discurso de las libertades, pero no reconocen otras sino la libertad de empresa y la de consumir. Y, como en la leche y la coca cola, en la sociedad se impone lo light, lo cero-cero, que vacía las palabras de toda sustancia, convirtiendo la justicia o la equidad en meros juegos de fichas intercambiables.
Si no fuera porque sabemos cómo se las gastan, resultaría gracioso ver a un partido xenófobo decidiendo llamarse Democracia Nacional, o recordar a Bush bautizando su encarnizado genocidio como Libertad Duradera. También sería jocoso ver cómo la flor y nata del conservadurismo norteamericano denomina sus convenciones con una expresión utilizada hace años para fiestorros donde corrían la cerveza y la mariguana ─la llamaban ‘tea’ eufemísticamente─.
El acoso a lo público se juega en, al menos, tres frentes:
Ahora toca desprestigiar a los sindicatos para desarmar a los trabajadores, dejándonos a la intemperie de los intereses empresariales. Se impone una amnesia de los más de cien años de lucha dolorosa por conquistar derechos que hoy se cuestionan y presentan como cargas onerosas para los patronos. Y aprovechan para ello la coartada que ofrece la nítida renuncia a sus principios por parte de algunos sindicatos. Yo he oído sostener a un tertuliano, en un claro intento por figurar en el club de la comedia, que los trabajadores no necesitan sindicatos, pues ya tienen a quienes los defiendan entre los empresarios.
Hay que hundir, después, la función pública, presentando a los funcionarios como una pandilla de vagos y estómagos agradecidos. Sin embargo, bomberos, policías, médicos, maestros, barrenderos, jueces… son necesarios para garantizar servicios públicos de calidad. Por otra parte, la estabilidad en sus puestos de trabajo les permite ser independientes ante el poder. Lo público facilita el acceso de todos a una sanidad o una educación de calidad ─y no sólo a quienes puedan pagárselas─.
De paso se hace demagogia con la supresión o bajada de impuestos ─especialmente los progresivos, como son los de renta, patrimonio o sucesiones, los más equitativos─; a la vez que se incrementan los que gravan al consumo y el IVA que afectan más a quienes menos tienen.
Sin impuestos no hay hospitales públicos ─ni falta que nos hacen, dicen quienes pueden permitirse una sanidad privada─, ni becas, ni nada de nada. O sea, que se salve quien pueda. Y en un mundo gobernado por la ley del mercado ─la del más fuerte─, ya sabemos quiénes se mantienen a flote.
Por fin, se pretende desacreditar a la clase política en general. Un tiburón de las finanzas vomitaba: ‘¡Hay que expulsar la política de las cajas de ahorro!’ ─verbi gratia, ‘¡Déjennos hacer con su dinero lo que nos dé la gana… que ya tiraremos de lo público si nos salen mal los negocios!’─. Privatizar ganancias y socializar pérdidas es la consigna de esta desvergüenza.
El discurso totalitario nos recomienda que nos dejemos de políticas; pero los políticos son quienes nos representan frente a los poderes facinerosos, aunque no siempre lo hagan bien, aunque haya mucho que mejorar en nuestras edulcoradas democracias. También es cierto que los políticos surgen de la polis y tienen nuestros mismos defectos y virtudes.
La pérdida de autonomía que padecen los estados a favor del poder financiero es tan alarmante, que el margen de maniobra de los gobiernos democráticos contra el acoso de los mercados es ya muy limitado. Y la solución que se ensaya ─seguir los dictados de los gurús de la economía─ debilita aún más al enfermo, como lo hacían las sangrías de antaño.
Durante cientos de años el mundo opulento ha celebrado su fiesta ignorando a quienes, fuera, pasaban frío. Después de saquearlos cerramos nuestras puertas para que no nos incordiasen. Pero aquellos que escogen a los invitados, han decidido que también están hartos de nosotros que, al fin y al cabo, no éramos más que unos intrusos consentidos a regañadientes. Nos quieren fuera pero prestos a aplaudirles y ofrecerles el diezmo de nuestro trabajo.
No basta con un cambio de modelo económico. Urge una reforma moral, pero no de los políticos, sino de la ciudadanía en general. Yo creo que hay esperanza y que no está en los templos, sino en las escuelas. Para abandonar la caverna necesitamos una escuela pública de calidad, laica y garante de la igualdad social; no una escuela competitiva y doctrinaria que reproduce cada vez con mayor fidelidad las mismas exclusiones sociales que nos han llevado a donde estamos.
Y una educación así no es posible sin sindicatos, sin funcionarios independientes, sin impuestos, sin política.
(Publicado originalmente en Noviembre de 2010)