¡Qué hartazgo de crisis! Nadie niega que existen signos de cambios profundos (porque eso significa la palabra 'crisis') en la realidad social, política y económica. Pero tampoco recuerdo ningún año en que, de una u otra forma, no se hablara de ello. Es así porque el miedo (el mayor enemigo de la felicidad, Lucrecio dixit) es la coartada de los poderosos para aplicar lo que ellos llaman 'ajustes': reducir sus derechos y su nivel de renta a quienes tienen menos para ellos tener más aún. Pocos recuerdan ya el gran fiasco de la gripe aviar y la gripe A, anunciadas como apocalípticas. A algo había que temer. Luego vino la tempestad económica que ahoga al continente europeo. Es un dato a tener en cuenta que esta crisis, jaleada con mórbido entusiasmo desde las grandes agencias americanas de calificación de riesgos y cacareada con estulticia por los gobernantes y sus medios, se esté cebando justamente en el único reducto mundial donde cupo hablar alguna vez de un cierto estado de bienestar (educación y sanidad gratuitas y universales) y de un reparto menos desigual de la riqueza; en la cuna de la democracia y las revoluciones ilustradas y liberales. ¿Qué quedará en pie de todo esto, madre, cuando la crisis pase?
Quienes ahora nos abruman con sus cifras alarmantes y con sus "dolorosas e inevitables ajustes", es decir, expertos y políticos, callaban entonces (sospecho que por supina ignorancia). Pero cualquier ciudadano de a pie intuía (ejerciendo el cartesiano sentido común) que era insostenible una economía basada en la especulación sin límite y el ladrillo. Y sucedió lo que todos, salvo ellos, vimos venir. Era sólo cuestión de tiempo. La bomba les estalló en las manos, pero pronto vieron en ella oportunidades de negocio, y ahora la fiesta está orquestada y dirigida. Nada se ha dejado a la improvisación.
Esos mismos políticos y economistas van a sacarnos ahora del fango en que nos metieron y que no supieron ver, aplicando las mismas medidas que exigen lo que llaman los mercados: bancos, agencias y grandes empresas que, como nosotros sabemos, son la causa prima del problema.
Los asalariados ejercen ahora el papel que otrora tocó a los untadores, esa figura maldita en que incompetentes gobernantes medievales colgaban todos los sambenitos, todas las culpas imaginables de los males sociales. Pero, que se sepa, aquí sólo se han untado los magos de las finanzas y algunos empresarios y políticos sin escrúpulos.
Mejor harían oyendo el clamor de la ciudadanía indignada que exige impuestos para los que más tienen, tasas a las transacciones económicas internacionales, transparencia a la banca (ese gran sumidero de dinero público que acaba convertido en primas y pluses para sus directivos), defensa a ultranza de los derechos de los trabajadores , la mayor riqueza de cualquier economía; es decir, salarios dignos, jornadas razonables, contratos con garantías y protección social. En definitiva, más democracia y más Estado.
Y, hablando de silencios, ¿a qué esperan los sindicatos europeos para convocar huelgas y manifestaciones unitarias en todo el continente? Pronto el diálogo, las manifestaciones y las huelgas pueden ser ya inútiles o simplemente inviables. ¿Alguien recuerda la lucha obrera?
CARTA DE ADIÓS A ZAPATERO
Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (R. Sánchez Ferlosio)
Que en las pasadas elecciones quien representa en España las políticas neoliberales (máxima libertad de mercado a costa de recortes en derechos y en medidas de igualdad y justicia social), es decir, el PP, haya obtenido mayoría absoluta me resulta doloroso. Pero me lo parece aún más algo que el resultado electoral ratifica: el daño infligido por el PSOE a la izquierda.
La historia reciente se repite. En 1996, el PSOE arrastraba un lastre de nepotismo (caso Juan Guerra), corrupción (Roldán o Rubio, entre otros), renuncia a principios (escuela concertada, ingreso en la OTAN) e incluso despotismo y autocracia (caso GAL) tan insoportable, que entregó el poder en bandeja a un Aznar que no tuvo que despeinarse siquiera. Ahora Rajoy, el que fue su delfín, tampoco se ha quebrado. Su única estrategia ha consistido en esperar, bien calladito, la caída del gobierno como fruto podrido.
Los logros sociales de estos ocho años de Zapatero, que se iniciaron con la salida de nuestras tropas de Irak, son evidentes: mejora de las pensiones mínimas, ley de matrimonio homosexual, de dependencia, contra la violencia de género, incremento de becas, de la ayuda al desarrollo, de los presupuestos de educación, de las partidas destinadas a la construcción de VPO… Pero los deméritos también son muchos. Y lo que más pesar me produce es ver que lo que ya se atisbaba recién cumplidos los cien primeros días de gobierno (cuando no se podía echar mano de la crisis como excusa para todo), haya acabado por constituir una manera de gobernar desoyendo las demandas sociales de mayor transparencia y participación, de mejor protección social, de hacer pagar la crisis a quienes más tienen o de más laicidad. ¿Dónde quedó, por ejemplo, la ley de libertad de conciencia prometida?
Traigo como prueba de lo que digo, una carta que dirigí a la Moncloa en julio de 2004, sólo tres meses después de la primera victoria del ahora presidente cesante.
He aquí mi ya lejana carta a Zapatero:
Señor Presidente, tengo la ingenuidad y la osadía necesarias para dirigirme directamente a usted, sin intermediarios. Aunque dudo que esta carta llegue a sus manos, de sus palabras colijo que para usted, a diferencia de lo que ha ocurrido estos años, la opinión de un ciudadano cuenta.
Soy profesor de filosofía en un Instituto de Granada, miembro fundador de la Asociación Pi y Margall por la Enseñanza Pública y Laica; y, ante todo, un ciudadano convencido de que sobre la democracia española pesa aún una hipoteca religiosa que fue cerrada en falso durante la transición. Felipe González pudo resolverla desde sus mayorías absolutas, pero no lo hizo. Alguien de su partido me dijo, con ocasión de una visita al Parlamento Andaluz, que con la Iglesia se llegó hasta donde se pudo. Creo que no fue así, que más bien pesaron cálculos relativos a réditos electorales.
En el verano de 2001, mi Asociación, junto con Europa Laica, organizó en Motril (Granada) el Primer Encuentro Nacional por la Laicidad en España. Nos movía el propósito, compartido por otras asociaciones hermanas, de recuperar para el debate público y hacer realidad el valor de la laicidad, tan querido en otros tiempos por la izquierda española. En este encuentro estuvo presente Dionisio Llamazares, ex director general de asuntos religiosos. La llama prendió y ha tenido continuidad en un Segundo y Tercer Encuentros celebrados en Barcelona y Albacete, respectivamente.
Pero el principal motivo de mi escrito es expresarle cómo sentí defraudadas las esperanzas que en mí sembraron sus reiteradas referencias a la laicidad durante la campaña electoral. La decepción llegó pronto, desde la toma de posesión de los miembros de su gobierno y de usted mismo, que prometieron ante una Biblia y un crucifijo, como en los viejos tiempos. Después vino su visita al Papa del pasado 21 de junio, cuando aseguró que los Acuerdos con el Vaticano (considerados anticonstitucionales por alguien tan cualificado como el profesor Peces Barba) no iban a ser revisados. Y por fin ayer, día 25 de julio, le vi entrar en la catedral de Santiago en procesión cívico-religiosa. Creo que muchos ciudadanos españoles pensaron, como yo, que a estas alturas no nos merecemos la humillación de escuchar a un Arzobispo dirigir a nuestro más alto representante político, palabras de condena a cuenta de la regularización de las parejas homosexuales o la ampliación de la ley del aborto. Y que éste ni siquiera pueda replicar.
España, señor Zapatero, no puede permitirse por más tiempo carecer del derecho a una laicidad real. Para vigorizar y regenerar nuestra democracia es imprescindible realizar ya una separación efectiva entre el poder religioso y el poder civil que, en esencia, como usted bien sabe, es laico. Y hacerlo no sólo en el fondo, también en las formas, que tanto cuentan.
Para el próximo invierno ha anunciado las nuevas medidas que sustituyan aquellos aspectos de la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación) que su gobierno ha dejado en suspenso. Sólo cabe una solución justa: que las religiones queden fuera del currículum y, por ende, del horario escolar, pues sólo así la libertad religiosa de unos dejará de suponer una servidumbre para el resto. Todo lo que sea volver al sistema anterior supondrá hacer concesiones a la jerarquía eclesiástica, injustificables desde una acción de gobierno autónoma. Una nueva regresión confesionalista en la escuela sería asentar, de manera tal vez definitiva, el estatus tradicional de la escuela como marco privilegiado para el adoctrinamiento de niños y jóvenes.
Como algunos destacados miembros de su partido, estoy convencido de que el laicismo constituye un buen termómetro para calibrar la salud democrática de un pueblo.
Con mi mayor consideración y respeto.
(Granada, 26 de julio de 2004)