Paseo de las Murallas (Baeza) |
La mera idea del vacío resultó siempre inquietante para el ser humano. Filósofos y científicos anduvieron con él a la gresca. El vacío es la nada absoluta, un hueco que niega el ser; un ser que era uno, verdadero, bueno y bello en el sueño de la metafísica medieval. El no-ser, afirmaba Parménides, no puede ser dicho, ni tan siquiera pensado.
El vacío abre en la realidad una profunda grieta por la que se cuela la negación absoluta. Por eso, su existencia estaba
proscrita: el obispo de París, Etienne Tempier, la incluyó en 1277 en la lista
de los que denominaba “errores execrables”. Lo hizo a petición del Papa Juan
XXI (Pedro Hispano), que andaba preocupado por la difusión del averroísmo en la
universidad parisina.
Vacuistas y plenistas se
enfrentaban: Pascal estaba entre los primeros; Descartes, entre los segundos.
Pero la Ciencia se pronunció tajante en 1644. Torricelli había logrado hacer el
vacío en un tubo lleno de mercurio. Pascal conocía el experimento. El barómetro
de Torricelli medía el peso del aire, lo que sólo tenía sentido en una
atmósfera finita. Si era así, Pascal suponía que, con la altura, el peso de la
misma disminuiría. Dicho y hecho. Cuatro años después, el filósofo díscolo,
demasiado débil para caminatas en pendientes acentuadas, envió a su cuñado
Florin Perrier a la cima del volcán Puy-de-Dôme de 1465 metros de altura, próximo a Clermont-Ferrand, la ciudad natal del filósofo jansenista. El voluntarioso Florin, equipado con dos barómetros, realizaría
un sencillo experimento para determinar la diferencia de presión atmosférica
entre dos puntos con diferente altitud. Como era de esperar, el mercurio indicaba una presión menor en la
cima, confirmando así la hipótesis pascaliana: el peso del aire disminuye con la altura. De esta manera, quedó probado
que la atmósfera tiene una altura finita y que, por tanto, debía existir un
infinito espacio vacío más allá del límite atmosférico. Descartes, aunque a regañadientes, admitió las
conclusiones de su rival. El vacío espacio exterior demolía así la idílica
imagen tradicional de un cosmos ordenado y pleno. Otro vacío, el interior, tardaría casi tres siglos en alcanzar carta de reconocimiento en la filosofía oficial.
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