Toda peripecia vital tiene sus efectos en otras vidas próximas o lejanas y también en su entorno, como el célebre batir de alas de la frágil y recóndita mariposa. Son vidas cuyo decurso temporal corre oculto bajo la tramoya de los macroacontecimientos de héroes y personajes que siempre cuentan, maquillan, falsean los vencedores.
Hoy paseo por una angosta vereda que
une Cáñar con Soportújar, en las Alpujarras granadinas, atravesando un edén de horizontes
lejanos y escarpadas lomas, veneros vírgenes y acequias añosas. Un
acoplamiento armonioso del afán de sucesivas generaciones
domesticando con respeto el medio natural con sus caminos sin
asfalto, sus casitas de launas orientadas al sur, sus sencillos
huertos abancalados y los centenarios castaños —
“son
las únicas catedrales que yo admiro”, me confesó hace tiempo un nietzscheano pastor de
estos pagos— que hunden profundas
las raíces en la arriscada pendiente para frenar la erosión y dar
frondosa sombra a las manos que los sembraron.
Dos ruiseñores sostienen una
prolongada conversación en esta fresca mañana de julio con el rumor
del río Chico como fondo de bajo continuo. No conocen otro lugar ni
desean otra vida u otro paraíso que este que habitan en los días de
su breve existencia, de su ignota infrahistoria que hoy se cruzó con
la mía.
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