Foto: Alfonso Casado Capell, "En el Museo José Guerrero" |
"¡Le silence éternel de ces espaces infinis m'effraie!", exclamaba un angustiado Pascal cargado de emoción y de razones del corazón que la razón no entiende... E Immanuel Kant, años después, subrayaba: "Dos cosas llenan mi ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí".
Dada la abundancia de los materiales básicos con que está hecha la vida -carbono, en particular-, y la extraordinaria antigüedad del universo -casi infinita frente a la exigua historia de la familia homínida-, deben o han debido de existir muchas civilizaciones tecnológicamente muy desarrolladas en nuestra galaxia. La ley matemática de los grandes números nos muestra que cualquier suceso, por improbable que pueda resultar, acabará teniendo lugar si el número de ensayos es lo suficientemente elevado. Algo de esto también señalaba Nietzsche - y los pitagóricos muchos siglos antes- en su teoría del Eterno retorno de lo idéntico.
Sin embargo, a día de hoy -pese al empeño interesado de pseudocientíficos aprovechados como Iker Jiménez y su corrillo de acólitos, cuyo negocio depende de la ignorancia supersticiosa-, no tenemos ninguna evidencia de que esto sea así. Ni señales de radio o de otro tipo, ni restos de satélites artificiales o naves extraterrestres.
¿Será porque nuestros métodos de observación son inadecuados o imperfectos o, tal vez -y esta es la propuesta del propio Enrico Fermi, Premio Nobel de Física en 1938-, porque toda civilización tecnológicamente desarrollada está condenada a autodestruirse?
Cuando Fermi proponía su paradoja, él mismo era testigo de un emergente poder de autodestrucción masivo, desconocido hasta entonces: la física nuclear aplicada a la construcción de la primera bomba atómica. Estaba inmerso en el siniestro Programa Manhattan. Hoy hay armas como para destruir el planeta entero y quienes las manejan no son personas con las que compartiría mi casa. Pero acumulamos ya otras armas de destrucción masiva, la contaminación, la desigualdad extrema y la injusticia.
Después de siglos siendo esforzados sísifos de lo inútil, pasamos ahora a ser ciegos personajes del Apocalipsis.
¿Somos nosotros mismos otra civilización autófaga más, engolfada ya en su proceso irreversible de autodestrucción? ¿O, tal vez, ¡sea Gaya quien nos extermina en legítima defensa!?
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