Contraportada de El País |
Desde siempre, he tenido la costumbre de leer El País, mi periódico de los últimos cuarenta años, al revés de como, supongo, deben de hacerlo la mayoría de sus lectores. Como quien empieza un curso por las vacaciones o un menú por el postre. Tras una rápida ojeada a la carta de portada, por ver si me apetece hincarle el diente a alguna novedad, cosa que sucede pocas veces, cada vez menos, me dirijo con curiosidad a la contraportada por descubrir con qué me sorprenden los elegidos. Ahí están Millás -su chispa e ingenio son inagotables-, Aramburu -de certera pluma-, Vicent -con su refrescante altura poética- o, -¡ay!- hasta hace muy poco, Savater -cuya notable perspicacia crítica acabó convertida en presbicia-. Junto a sus respectivas columnas semanales, alguna entrevista desenfadada en la que no suelo detenerme. Acto seguido, me dirijo animoso a la penúltima página para ir escudriñando este mundo de papel desde la levedad de los pasatiempos, la clásica partida de ajedrez y la previsión del tiempo, las páginas de cultura, deportes, sociedad y economía, hasta llegar -si es el caso- a las crónicas políticas española e internacional, separadas por cuatro páginas de opinión, donde encuentro cada sábado a Muñoz Molina con su hermosa y enjundiosa escritura. Aquí suelo llegar ya con escaso tiempo y menos ganas, ahíto por los tan indigestos sucesos como escasos progresos de nuestra humana condición.
De hacerlo en su orden natural, a duras penas alcanzaría el oasis de esas últimas páginas tan gratas. Me voy dando cuenta de que no es sino la impaciencia la que me dicta esta costumbre. Y sigo fiel al periódico impreso, recordando a mi padre cada mañana, apoyado con sus encallecidos codos de sastre en su mesa de corte, envuelto en el humo de su cigarrillo Sombra y el aroma de un buen café, hojeando el católico Ya. No consigo recordar, sin embargo, por dónde empezaba él.
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