Francisco Criado Sola, pintor y maestro (1914-1997) (Imagen tomada de Andújar en el recuerdo) |
'El Loco' le
llamaban quienes no le querían bien, tal vez por su propensión a la
gesticulación excesiva, casi histriónica. Era un hombre entusiasta y apasionado
que lideraba las actividades formativas que se desarrollaban cada tarde en la
casa de la juventud, regentada entonces por la OJE. Yo iba a aprender alfarería
y decoración de cerámica, pero también había clases de dibujo y de música,
grupo de rondalla bajo la batuta de Pablo Alcalde, panadero ilustrado, así como
salidas al campo y campamentos de verano, como el de Río Madera, en Segura de
la Sierra, con un estilo cuartelero que obligaba a niños de doce años a
acudir a ellos con boina militar y uniforme castrense. Formábamos cada día en
el patio, hacíamos guardias nocturnas y recibíamos lo que llamaban formación
del espíritu nacional. Quedaba mucho aún de la España gris y uniformada del
NODO.
Y aún hallaba
tiempo para formar un equipo de fútbol del que yo era portero, y llevarnos a
jugar por los pueblos de la provincia los sábados.
Las pocas veces
que mi maestro se enfadaba, mascullaba palabras en su enojo al tiempo que con
una fuerza que asustaba, enrollaba y mordía su agrietada lengua. No estaba
loco. Al contrario, era un hombre lúcido que nos transmitió hermosos valores de camaradería y
del que guardo entrañables recuerdos.
Era aquella una escuela masculina y dura -'martirio chino' la llamábamos mis hermanos y yo-, de castigos y palmetas, de acosadores que, al salir del cole, humillaban a los débiles con agresiones tan crueles como la que denominaban 'hacer los galgos' -tal vez por las frecuentes perrerías de que eran víctimas esos animales tan bellos, dóciles y amables-, que consistía en sujetar a la víctima entre varios matones, bajarle pantalones y calzoncillos y echarle agua en los genitales a la vista de todos.
Pero en esa escuela de himnos y rezos, que repartía americana leche en polvo durante los recreos, también brillaban algunos buenos maestros como el citado artista don Francisco, o el paciente don Diego Pérez Villegas con sus amenas lecturas de los clásicos, o el sabio don Francisco Muñoz, que hacía audaces incursiones en una educación sexual completamente ignota.
En las tardes de aquella escuela tardofranquista, cuando el ritmo de las lecciones decrecía y se hacía más pausado, mi maestro solía aprovechar para preparar sus lienzos con una sopa de imprimación que calentaba en su rudimentario infiernillo eléctrico, impregnando toda la estancia de un profundo olor a cola. Otras veces, daba los últimos retoques a alguna de sus obras, inundando entonces el aula con los penetrantes efluvios del óleo, el barniz o los disolventes. Me fascinaba esa aula-taller, pues ver al artista en acción constituía una lección de estética práctica y un ejemplo de oficio hecho con amor.
Siempre nos decía que debíamos ser muy cuidadosos al elegir los adjetivos para describir una obra de arte, y que le irritaba especialmente oír a alguien decir de un cuadro que era bonito. "Bonito puede ser un paraguas o una corbata -añadía-, pero nunca una pintura. Esta será armoniosa, bella, profunda o, en caso contrario, será una obra malograda".
Recuerdo una de
esas tardes de modorra en que, mientras nosotros hacíamos una tediosa plana de
copiado o de cuentas, él se entregaba a pintar, vuelto de espaldas para que
todos pudiéramos contemplar la progresión de la obra. Entonces, a algún alumno
-porque niñas no había-, se le ocurrió exclamar, bien por despiste, bien con
aviesa intención: "Don Francisco, ¡qué bonito está quedando su
cuadro!". Mi maestro, volviéndose con la paleta en una mano y los dedos de
la otra manchados de colores, con la cara desencajada y sus ojos como rayos
tras las gruesas gafas, fuera de sí, le gritó: "¡No es bonito, niño, es
incordioso!". Y repetía una y otra vez con rabia el anatema mientras
mordía con desesperación la carnosa y enrojecida masa de la enorme lengua que emergía de su boca.
En el epitafio
de su lápida, está escrito aquel verso lorquiano que constituye una sencilla y conmovedora declaración
de amor a la vida: "Si muero, dejad el balcón abierto".
Bien descrito, das en el blanco con dardo agil y casi quirúrgico pero lleno de ternura
ResponderEliminarGracias por tu comentario
EliminarPedazo retrato de personaje con fondo historico. Gracias
ResponderEliminarGracias por tu comentario
EliminarLo tenía facil, soy un loquillo"
EliminarMe alegra saberlo!
EliminarMe cachis, no te pongo cara, a ver si hablamos, deberias ser alumno de finales de l9s sesesenta primeros 70
EliminarSí. Entré en la escuela el año 70
EliminarGracias por esta emotiva y hermosa, que no bonita, semblanza de un buen maestro en tiempos sombríos. Muestra de que incluso en los páramos baldíos pueden brotar las rosas. Enhorabuena por tu afortunada experiencia. Yo buceo en mis recuerdos y lo primero que a la memoria me viene es un día en el que el maestro se retrasó más de la cuenta y disfrutamos de esa desacostumbrada libertad convirtiéndola en una alegre algarabía cantando "Tenemos un maestro que vale un millón. Se llama don Francisco y nos lleva de excursión". Hasta que de pronto llegó el ausente y la fiesta, tras
ResponderEliminarla severa regañina, se vistió del miedo y de la misma grisura de todas las tardes.
Sí, a veces, lo mejor de un maestro es que no esté. Gracias por tu comentario
ResponderEliminarGracias, gracias y mil gracias, era un ser maravilloso, soy Ana Criado, su hija, es un retrato de él, y de la época, absolutamente real , me emociona,
ResponderEliminarque después de tantos años, aun lo tengamos tan presente, gracias otra vez
Gracias, Ana, por tu comentario. Uno no olvida nunca a sus buenos maestros
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