En este cuento, gótico donde los haya, Alan Poe nos habla de
un príncipe “feliz, intrépido y sagaz” que pretendió burlar una epidemia de
peste encerrándose tras los muros de su palacio con sus más allegados. Tan sólo
las oscuras campanadas de un viejo reloj de ébano les recuerda la fugacidad de
la existencia. Pero la música apaga el incordio de ese eco monótono. Allí se entregan a
los placeres, volviendo la espalda a la muerte que, mientras, se enseñorea de
la tierra donde moran y mueren sus paisanos: “La Muerte Roja había devastado el
país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa”. Pero la muerte no se detuvo. Viajó, atravesó
fosos y murallas, hasta alcanzarlo a él y a los suyos. “Había venido como un
ladrón en la noche. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de
aquellos alegres seres”. Ahora, como entonces, no hay fronteras que paren el
avance de ciertos males que nos hermanan al género humano mal que nos pese.
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