jueves, 1 de mayo de 2025

La letra con sangre entra


En la escuela de mi época, un cole sin niñas de los años sesenta y primeros setenta, el castigo era considerado como un recurso educativo necesario y esencial para formar buenos españoles, hombres de provecho. Con frecuencia, se recurría a sentencias bárbaras como si constituyeran todo un programa pedagógico. Hacía furor "La letra con sangre entra" —que María de Maeztu ya había remedado años atrás afirmando que el refrán era cierto, pero aplicado a la sangre del maestro*—, así como "Quien bien te quiere, te hará llorar", "No hay zurdo bueno" o "En boca cerrada no entran moscas".

La palmeta —con distintas versiones en función del material y el grosor del instrumento de tortura, y con la suela de zapato, que, según se decía, picaba aún más, como innovación tecnológica— podía aplicarse con procedimientos diversos, dependiendo del ingenio sádico del cruel docente, al margen de la praxis habitual sobre la palma de la mano completamente extendida o en las tiernas posaderas del crío. Por ejemplo, en las uñas de los dedos, una vez agrupados formando un ramillete —el huevo— presto para recibir el seco y certero golpe. En estos casos, había encendidos debates acerca de si era más o menos doloroso tener las uñas largas o a ras de la yema. Asimismo, corrían bulos sobre cómo aminorar el suplicio untándose las manos de ajos, aceite u otros posibles cauterios. Otra opción de apaleamiento era la regla graduada que se usaba para dibujar en el encerado. Al golpear con ella el cuerpo del niño, que se ovillaba para proteger los órganos vitales, la regleta saltaba por los aires en mil pedazos en un espectáculo sobrecogedor. 

También era castigo usual la reclusión del disruptor en un rincón del aula. Pena que, a su vez, podía tener distintos grados: con el niño-reo arrodillado sin más, o bien arrodillado con los brazos en cruz o así pero con el agravante de sostener uno o más libros en las palmas de las manos dependiendo de la gravedad de su falta. Quienes ejercían esta violencia despreciaban los libros hasta ese extremo. 

Luego estaba el levantamiento de niño cogido por las orejas desde atrás —para, de paso, sorprenderle y proporcionarle un buen susto—. Este procedimiento era también muy temido y provocaba bastante sorna entre los compañeros. 

El sencillo y eficaz coscorrón hacía las delicias de más de uno. Cuando se trataba de una cabeza casi desnuda, rasurada o de pelo extremadamente corto —como era habitual entonces—, los nudillos producían al golpear el hueso un sonido hueco que permitía al ejecutor adornar el castigo con algún comentario jocoso. 

Mención aparte merece la socorrida y pulcra tortura psicológica que iba desde el insulto y el comentario denigrante —que podía comenzar con la amenaza de colocarle al alumno poco avezado unas orejas de burro—, hasta el mote. Recuerdo a un maestro que, cual Homero desorejado, adjudicaba un epíteto a cada uno de nosotros. Así, yo era "Antolín, el verdadero o el falso", unos hermanos se convertían en "el rico y el borrico", y otro alumno en "el preferido de los dioses". Este colérico señor (?), que pasaba con pasmosa facilidad de un "Mírame cuando te hable, capullo" a un "¿Y tú por qué me miras?" —en función de su caprichosa interpretación del hecho mismo de mirar—, también contaba con una palmeta como parte esencial de su ajuar de magisterio. Y, para darle más lustre a la cosa, escribió en ella "Dura lex, sed lex" ("La ley es dura, pero es la ley"). 

Al finalizar las clases, se enfrentaba uno a diversos peligros en el inmediato entorno del centro escolar que, a las horas de salida —sobre todo a la tarde—, se convertía en un territorio minado, propicio a las emboscadas. El más temido era el conocido como "hacer los galgos". La víctima era sujetada por varios agresores que le bajaban pantalones y calzoncillos para, a la vista de todos, rociar de algún líquido (agua en el mejor de los casos) sus genitales. El chico quedaba deshecho, roto, sin otro consuelo que ir a llorar a su casa, donde, quizás, su padre le regañara por no haber sabido defenderse como un verdadero hombre. 

A nadie se le ocurría denunciar la agresión al maestro o al director. Además de ser acusado de chivato, un estigma que convertía al sujeto en un paria, era manifiesto que la autoridad educativa no tomaría medida alguna, con el riesgo añadido para el denunciante de volver a padecer el mismo suplicio. 

Afortunadamente, ya en esos años, comenzaron a llegar al cole maestros con una nueva visión pedagógica, como don Francisco Muñoz o don José Liñán que, seguramente, se avergonzarían de compartir claustro con semejantes energúmenos. 

Aunque tengo que confesar que, cuando mis hijos ingresaron en la primaria, descubrí con desasosiego y enojo que aún quedaban algunos vestigios de aquellos basiliscos que se hacían llamar maestros. 

* La implacable persecución franquista de la escuela republicana vendría a darle la razón a María. 

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