viernes, 20 de octubre de 2023

Maestro

Francisco Criado Sola,
pintor y maestro (1914-1997)
(Imagen tomada de
Andújar en el recuerdo)

         Tuve la suerte de disfrutar de un buen maestro en mis primeros años de escuela. Don Francisco Criado Sola, nacido en Arjona, andujareño de adopción. Pintor impresionista más que mediano, muy hábil dibujando melancólicos paisajes urbanos de calles bajo la lluvia o campestres lugares inundados por la luz cegadora de soles en espiral. Nunca usaba pincel, pues le gustaba sentir el contacto del óleo y el lienzo en las yemas de sus dedos, logrando así un trazo muy personal.

'El Loco' le llamaban quienes no le querían bien, tal vez por su propensión a la gesticulación excesiva, casi histriónica. Era un hombre entusiasta y apasionado que lideraba las actividades formativas que se desarrollaban cada tarde en la casa de la juventud, regentada entonces por la OJE. Yo iba a aprender alfarería y decoración de cerámica, pero también había clases de dibujo y de música, grupo de rondalla bajo la batuta de Pablo Alcalde, panadero ilustrado, así como salidas al campo y campamentos de verano, como el de Río Madera, en Segura de la Sierra, con un estilo cuartelero que  obligaba a niños de doce años a acudir a ellos con boina militar y uniforme castrense. Formábamos cada día en el patio, hacíamos guardias nocturnas y recibíamos lo que llamaban formación del espíritu nacional. Quedaba mucho aún de la España gris y uniformada del NODO.

Y aún hallaba tiempo para formar un equipo de fútbol del que yo era portero, y llevarnos a jugar por los pueblos de la provincia los sábados.

Las pocas veces que mi maestro se enfadaba, mascullaba palabras en su enojo al tiempo que con una fuerza que asustaba, enrollaba y mordía su agrietada lengua. No estaba loco. Al contrario, era un hombre lúcido que nos transmitió hermosos valores de camaradería y del que guardo entrañables recuerdos.

Era aquella una escuela masculina y dura -'martirio chino' la llamábamos mis hermanos y yo-, de castigos y palmetas, de acosadores que, al salir del cole, humillaban a los débiles con agresiones tan crueles como la que denominaban 'hacer los galgos' -tal vez por las frecuentes perrerías de que eran víctimas esos animales tan bellos, dóciles y amables-, que consistía en sujetar a la víctima entre varios matones, bajarle pantalones y calzoncillos y echarle agua en los genitales a la vista de todos.

Pero en esa escuela de himnos y rezos, que repartía americana leche en polvo durante los recreos, también brillaban algunos buenos maestros como el citado artista don Francisco, o el paciente don Diego Pérez Villegas con sus amenas lecturas de los clásicos, o el sabio don Francisco Muñoz, que hacía audaces incursiones en una educación sexual completamente ignota.

En las tardes de aquella escuela tardofranquista, cuando el ritmo de las lecciones decrecía y se hacía más pausado, mi maestro solía aprovechar para preparar sus lienzos con una sopa de imprimación que calentaba en su rudimentario infiernillo eléctrico, impregnando toda la estancia de un profundo olor a cola. Otras veces, daba los últimos retoques a alguna de sus obras, inundando entonces el aula con los penetrantes efluvios del óleo, el barniz o los disolventes. Me fascinaba esa aula-taller, pues ver al artista en acción constituía una lección de estética práctica y un ejemplo de oficio hecho con amor.

Siempre nos decía que debíamos ser muy cuidadosos al elegir los adjetivos para describir una obra de arte, y que le irritaba especialmente oír a alguien decir de un cuadro que era bonito. "Bonito puede ser un paraguas o una corbata  -añadía-, pero nunca una pintura. Esta será armoniosa, bella, profunda o, en caso contrario, será una obra malograda".

Recuerdo una de esas tardes de modorra en que, mientras nosotros hacíamos una tediosa plana de copiado o de cuentas, él se entregaba a pintar, vuelto de espaldas para que todos pudiéramos contemplar la progresión de la obra. Entonces, a algún alumno -porque niñas no había-, se le ocurrió exclamar, bien por despiste, bien con aviesa intención: "Don Francisco, ¡qué bonito está quedando su cuadro!". Mi maestro, volviéndose con la paleta en una mano y los dedos de la otra manchados de colores, con la cara desencajada y sus ojos como rayos tras las gruesas gafas, fuera de sí, le gritó: "¡No es bonito, niño, es incordioso!". Y repetía una y otra vez con rabia el anatema mientras mordía con desesperación la carnosa y enrojecida masa de la enorme lengua que emergía de su boca.

En el epitafio de su lápida, está escrito aquel verso lorquiano que constituye una sencilla y conmovedora declaración de amor a la vida: "Si muero, dejad el balcón abierto".

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domingo, 1 de octubre de 2023

Los cínicos (filósofos griegos) y los borregos de doradas lanas

Elon Musk
         ANTÍSTENES estaba próximo a la moral habitual cuando dijo "que le atizaría unos flechazos a Afrodita, si la encontrara, por haber corrompido a muchas de nuestras bellas y buenas mujeres" (frg. 123 G). Eso podía haberlo dicho un personaje de Eurípides; Diógenes está en otra línea. Los amoríos son sinrazón y locura, despropósito es la pasión, que los poetas vieron como una enfermedad del ánimo. El cínico la contempla de reojo, impávido y burlón. 

         No hay en eso ascetismo, porque el sexo no es malo por sí mismo, tan solo lo es cuando se impone a la razón y la perturba. Tanto en eso, como en el desprecio de la riqueza, el cínico busca la libertad mediante la liberación de los vanos cuidados. Solo consideraba rico al que se basta a sí mismo. Los dioses no necesitan de nada, los sabios próximos a ellos de muy poco. A los que se apoderan de muchas y grandes cosas los llamaba Diógenes "los pobres en grande" (frg. 240, 241 G). Al rico ineducado lo llamaba "borrego de doradas lanas"; a nadie había visto corrompido por la pobreza, pero sí a muchos por la maldad, decía (frg. 224 G), y consideraba que "el amor al dinero es la metrópoli de todos los males". 

             En este contexto, se entiende que Diógenes mendigara sin mala conciencia, puesto que todo era de todos, aunque los más rapaces se habían adueñado de más bienes. Por eso al pedir dinero a los amigos, decía que no pedía, sino que lo reclamaba (234 G). Nada más ridículo que la avaricia o el afán de ostentación. El desprendimiento caracteriza al cínico. El rico Crates renunció a su fortuna para ingresar en la secta de quienes limitaban su riqueza a lo que llevaban en su alforja. Para Diógenes hasta Sócrates vivía en el lujo, teniendo casa y algún esclavo (256 G). Se cuenta que Diógenes quebró su escudilla cuando observó a un muchacho beber en el hueco formado con sus manos. 

Carlos García Gual: La secta del perro. Alianza Editorial. Madrid: 1987

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