MIS RECUERDOS DE ANDÚJAR

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I. REMOTAS INFANCIAS

En la infancia, vivimos y, después, sobrevivimos

Leopoldo María Panero

 

Los veraneos de mi infancia eran tres meses sin cole, trece semanas de feliz y absoluta irresponsabilidad. Sí, eran noventa días jugando y soñando entre polvo, pinos, chaparros y jaras bajo un sol ardiente, sin más indumentaria que las alpargatas y un pantalón corto, con la piel quemada y la quemazón aliviada con vinagre, el mismo que aderezaba los huevos fritos con ajos y picatostes de los desayunos.

El colérico Cronos dejaba, por una temporada, de devorar a sus hijos y los días se volvían infinitos. Todos semejantes, pero especial cada uno. Al atardecer, tras la película vespertina, nos aguardaba un limpio y alto cielo azul que asistía gozoso a nuestro partidillo de fútbol. Acudían a jugar vecinos de otras viñas: Antonio y Miguel, los sevillanos; Pepito —hijo único de la maestra de la escuela de verano—, Luis y Andrés, y algunos más que ya he olvidado.

El día concluía con el sueño profundo de los hermanos hacinados en una habitación. Salvo las noches que tocaba resistir, alejar el sueño para ver brillar la luna, para salir del protector hogar a atisbar los misterios de la noche serrana y rehuir el inmisericorde ataque nocturno de los mosquitos. 

Solo había un breve receso de inmersión social: el de la misa dominical de don Agustín, en la blanca iglesia de las Viñas, amenizada siempre por el mismo casete: la música coral de los <<Salmos para el pueblo>> (1968) de Miguel Manzano: <<Alma mía, recobra tu calma>>, canta uno de ellos. 

¿Qué historias nos acompañaban entonces? La Casa de la Pradera, Pippi Calzaslargas, Bonanza o El Virginiano —series emitidas en TVE, única cadena televisiva entonces—. También los cómics de Bruguera y sus Joyas Literarias Juveniles: el Capitán Trueno, Crispín y Goliath, Robinson Crusoe, Moby Dick, Miguel Strogoff, el Capitán Nemo... Ellas encendían nuestra fértil imaginación. Y, con tal sustento, se desataban luego nuestras fantasías acechando a enemigos-fantasma desde las torres de control —altos oteros de grandes rocas graníticas, tan frecuentes en Sierra Morena—, bien pertrechados de arsenales de arrojadizas piñas —por lo general, secas; pero también alguna verde si la gravedad de la amenaza, imaginaria o real, así lo requería— y de ligeros, largos y rígidos tallos secos de hierba de San Gerardo, que tan pronto se tornaban en afilada espada como en estruendosa escopeta o incluso en veloz corcel con el que recorrer las escasas áreas de la parcela o la vecina y más extensa Cañada real, regada por el arroyo de La Parrilla, con la medieval alcubilla, que nos parecían inabarcables y lejanas tierras inhóspitas. 

Los sepulcros excavados en granito, y la piedra de los Corazones o la de la Calavera, ancestrales monolitos alineados en una tierra que es sagrada desde antiguo, constituían también respetados motivos de nuestros sueños y nuestros juegos. 

Cada mañana, bajábamos a ver pastar y abrevarse las vacas de Juan Manuel. Cuando se retiraban, contemplábamos con asombro el paisaje que dejaban tras de sí, sembrado de enormes boñigas de formas redondeadas y un intenso olor animal mezclado con el aroma picante del mastranzo. En las aguas del arroyo, que, sobrevoladas por libélulas, seguían fluyendo en verano, buscábamos salamandras y renacuajos. Y en las frondosas adelfas de la ribera, anidaban y empollaban gallinas asilvestradas.  

Al declinar el Sol, los melancólicos sones del acordeón de Juan Manuel nos hablaban de un lejano tiempo de músicos autodidactas, trovadores que ofrecían el único recurso de su instrumento para acompañar el ritmo de las emociones y los ritos o el cíclico cauce de las estaciones y de los años.

Una vez por semana, nos visitaba otro viñero inolvidable: Alberto, un hortelano. Con su poderoso caballo, del que nos impresionaba su enorme dentadura que él, orgulloso, nos mostraba plegando los labios del animal, recorría las casas de la zona ofreciendo los frutos de su huerta. Sandías —<<¡Ricas y sabrosas, se comen, se beben y te lavan la cara!>>—, melones de secano, pimientos, tomates o berenjenas —para la exquisita cocina de berenjenas y habas secas de mi madre—. ¡Y el hombre los pesaba con una balanza romana!

Dolores, mujer enlutada, bella y recia, de manos fuertes y velludos brazos, y piel endurecida por la intemperie, pero ennoblecida por el trato con el agua y la tierra, con los animales, aparecía en la noche alumbrándose con una linterna de pila de petaca para recoger los restos orgánicos, tan abundantes en una familia numerosa, alimento para sus gallinas y gorrinos. Era una mujer tan poderosa, que parecía no conocer la alegría ni la pena. A mí se me antojaba un personaje de leyenda. Dolores, la Tambora, la partera de la sierra. A ella se recurría, además de en los raros casos de alumbramiento (el de mi hermano Antonio Gerardo fue uno de ellos), cuando había rotura de huesos o una picadura de alacrán. Su marido, Juan Antonio, leñador de profesión, y sus hermosas tres hijas; el picapedrero Matías, con su familia de cuatro hijos; Anselmo, el rudo y solitario cartero de las Viñas; los guardeses de la Granja de San Francisco, espigado él, ella ataviada siempre con hábito y cíngulo penitencial, y su hermana soltera, menuda, con cortos y coloridos vestidos, como una sonriente duendecilla, las hermanas del cartero. Eran los dignos personajes que humanizaban este lugar, y en él residían durante todo el año, lo que les hacía merecedores del apelativo de <<viñeros>> y provocaba una sana —e ingenua— envidia en nosotros. 

Con ocasión de la llegada del Apolo 11 a la Luna en la noche del domingo 20 de julio de 1969, retransmitida en directo por televisión, el marido de la Tambora le pidió a mi padre venir a casa a verla. En su hogar no había televisión ni electrodoméstico alguno. Acudió al espectáculo con un enorme melón como obsequio. Mi padre le ofreció un valdepeñas Miguel Martín, queso curado y aceitunas de verano —un áspero y aromático aliño de aceitunas en verde, sin endulzar, con salmuera, limón y clavo—. El viñero, ante las exclamaciones de sorpresa de mi padre, con el recalcitrante y adelantado escepticismo de un conspiranoico actual, no paraba de farfullar, ¿pero usted se cree todo esto, Antolín? Y a mi padre le dio la noche. 

Eran jornadas marcadas por olores, luces, sonidos y silencios. Al amanecer, la calma de la tierra humedecida por el fresco de la noche.  A mediodía, el pasto caliente y sediento, mecido por las chicharras, bajo un cielo inflamado. Y el canto de las enamoradas oropéndolas, destellos amarillos entre el verde de las hojas, y de las fieles abubillas del carril Último. Al atardecer, la esencia balsámica de los pinos, plisados por la brisa, y el canto de los abejarucos, de alto vuelo, y de las gráciles y viajeras golondrinas. Y, en la noche, el jazmín, el agrio aroma de las jaras y el dulce del romero, y el profundo y grato silencio, roto a veces por el breve grito de algún búho o el silbante rumor de las agujas de los pinos, que, como exhalación de la madre tierra, se desplazaba ondulante de copa en copa. 

Olor del verano era también el perfume de nuestras vecinas, que vivían más allá de la tienda de Elvira. Su aroma, que olía a gloria, nos extasiaba y anunciaba su venida con antelación. Por nuestro aguzado olfato sabíamos de su inminente llegada a cientos de metros de distancia, mucho antes de verlas aparecer por el recodo que corona la cuesta del camino. Mi prima Cabe, que, algo mayor que nosotros, se atrevió a pasar algunas jornadas de aquellos veranos con la manada asilvestrada de sus primos, salía a recibirlas; y, a veces, con franciscana paciencia, nos adiestraba en el amoroso arte epistolar y acerca de lo que a nosotros, varones educados en un colegio público segregado, nos parecían arcanos rituales del trato femenino. 

El primer y fiero despertar del deseo me embistió allí, en Viña Concepción. Aquella sensación tan grata y desconocida al bailar con Miryam, una preciosa madrileña que hablaba como un ángel y me sacaba seis años —¡y medio metro de estatura!—. Al sentir el roce de su cuerpo, la fragancia de sus ropas, y la increíble luz de su piel y de sus verdes ojos, yo me derretía sin saber qué me estaba sucediendo ni si aquel regusto era enfermedad o sanación. En el tocadiscos sonada, premonitorio, «Siento que ya llega la hora…», de los Módulos.  

Pero ya avanzaba septiembre y había que dar fin al paraíso. Las casas vecinas se iban vaciando, quedando sumidas en un extraño silencio del que era testigo la oscuridad del bosque. Y se quedaba la sierra triste y oscura, como en la vieja canción pastoril.

Y, al regresar nosotros a Andújar, sobre el día once o doce, cuando la sierra llevaba ya algunas fechas barruntando la triste otoñada, el desagradable olor de la antigua jabonera, en la calle del Pino —¡qué irónico nos parecía entonces ese nombre!—, anunciaba lo inevitable. Abandonábamos el luminoso azul infinito para regresar a los rigores de la supervivencia, a los madrugones para ir al cole, a las camisas abrochadas hasta el cuello y los pantalones largos, a los deberes, a la grisura de las calles, a la búsqueda de un lugar desde el que parecer, de nuevo, seres felices. 

En la Plaza Vieja, una fila de sedentes y ociosos mirones contemplaba desde la Peña —Cultural y Deportiva, ¡je, je!— el tumultuoso regreso del ejército derrotado cargado con sus bártulos, tan llenos de cosas con sentido a la ida, pero tan huecos, tan absurdos, tan inútiles al regreso.

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        II. MAESTRO



      
Francisco Criado Sola,
pintor y maestro (1914-1997)
(Imagen tomada de
Andújar en el recuerdo)
   Tuve la suerte de disfrutar de un buen maestro en mis primeros años de escuela. Don Francisco Criado Sola, nacido en Arjona, andujareño de adopción. Pintor impresionista más que mediano, muy hábil dibujando melancólicos paisajes urbanos de calles bajo la lluvia o campestres lugares inundados por la luz cegadora de soles en espiral. Nunca usaba pincel, pues le gustaba sentir el contacto del óleo y el lienzo en las yemas de sus dedos, logrando así un trazo muy personal.

'El Loco' le llamaban quienes no le querían bien, tal vez por su propensión a la gesticulación excesiva, casi histriónica. Era un hombre entusiasta y apasionado que lideraba las actividades formativas que se desarrollaban cada tarde en la casa de la juventud, regentada entonces por la OJE. Yo iba a aprender alfarería y decoración de cerámica, pero también había clases de dibujo y de música, grupo de rondalla bajo la batuta de Pablo Alcalde, panadero ilustrado, así como salidas al campo y campamentos de verano, como el de Río Madera, en Segura de la Sierra, con un estilo cuartelero que  obligaba a niños de doce años a acudir a ellos con boina militar y uniforme castrense. Formábamos cada día en el patio, hacíamos guardias nocturnas y recibíamos lo que llamaban formación del espíritu nacional. Quedaba mucho aún de la España gris y uniformada del NODO.

Y aún hallaba tiempo para formar un equipo de fútbol del que yo era portero, y llevarnos a jugar por los pueblos de la provincia los sábados.

Las pocas veces que mi maestro se enfadaba, mascullaba palabras en su enojo al tiempo que con una fuerza que asustaba, enrollaba y mordía su agrietada lengua. No estaba loco. Al contrario, era un hombre lúcido que nos transmitió hermosos valores de camaradería y del que guardo entrañables recuerdos.

Era aquella una escuela masculina y dura -'martirio chino' la llamábamos mis hermanos y yo-, de castigos y palmetas, de acosadores que, al salir del cole, humillaban a los débiles con agresiones tan crueles como la que denominaban 'hacer los galgos' -tal vez por las frecuentes perrerías de que eran víctimas esos animales tan bellos, dóciles y amables-, que consistía en sujetar a la víctima entre varios matones, bajarle pantalones y calzoncillos y echarle agua en los genitales a la vista de todos.

Pero en esa escuela de himnos y rezos, que repartía americana leche en polvo durante los recreos, también brillaban algunos buenos maestros como el citado artista don Francisco, o el paciente don Diego Pérez Villegas con sus amenas lecturas de los clásicos, o el sabio don Francisco Muñoz, que hacía audaces incursiones en una educación sexual completamente ignota.

En las tardes de aquella escuela tardofranquista, cuando el ritmo de las lecciones decrecía y se hacía más pausado, mi maestro solía aprovechar para preparar sus lienzos con una sopa de imprimación que calentaba en su rudimentario infiernillo eléctrico, impregnando toda la estancia de un profundo olor a cola. Otras veces, daba los últimos retoques a alguna de sus obras, inundando entonces el aula con los penetrantes efluvios del óleo, el barniz o los disolventes. Me fascinaba esa aula-taller, pues ver al artista en acción constituía una lección de estética práctica y un ejemplo de oficio hecho con amor.

Siempre nos decía que debíamos ser muy cuidadosos al elegir los adjetivos para describir una obra de arte, y que le irritaba especialmente oír a alguien decir de un cuadro que era bonito. "Bonito puede ser un paraguas o una corbata  -añadía-, pero nunca una pintura. Esta será armoniosa, bella, profunda o, en caso contrario, será una obra malograda".

Recuerdo una de esas tardes de modorra en que, mientras nosotros hacíamos una tediosa plana de copiado o de cuentas, él se entregaba a pintar, vuelto de espaldas para que todos pudiéramos contemplar la progresión de la obra. Entonces, a algún alumno -porque niñas no había-, se le ocurrió exclamar, bien por despiste, bien con aviesa intención: "Don Francisco, ¡qué bonito está quedando su cuadro!". Mi maestro, volviéndose con la paleta en una mano y los dedos de la otra manchados de colores, con la cara desencajada y sus ojos como rayos tras las gruesas gafas, fuera de sí, le gritó: "¡No es bonito, niño, es incordioso!". Y repetía una y otra vez con rabia el anatema mientras mordía con desesperación la carnosa y enrojecida masa de la enorme lengua que emergía de su boca.

En el epitafio de su lápida, está escrito aquel verso lorquiano que constituye una sencilla y conmovedora declaración de amor a la vida: "Si muero, dejad el balcón abierto".


  III. ANDÚJAR, TIERRA DE TRADICIÓN JABONERA


      IV. COSMOS



 V.ELOGIO DE LA INDOLENCIA


       VI. LA LETRA CON SANGRE ENTRA



     VII. RECETA DEL POTAJE DE GARBANZOS


      VIII. MADRE


     IX. YO HE BUSCADO ASILO EN UN BAR


       X. ¡VIVA LA RISA!



2 comentarios:

  1. Los luminosos e infinitos veranos de la infancia... ¡en los que todo era posible!
    Me ha encantado leerlo.

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