En la
infancia, vivimos y, después, sobrevivimos
Leopoldo María
Panero
Los veraneos de
mi infancia eran tres meses sin cole, trece semanas de feliz y absoluta
irresponsabilidad. Sí, eran noventa días jugando y soñando entre polvo, pinos, chaparros
y jaras bajo un sol ardiente, sin más indumentaria que las alpargatas y un
pantalón corto, con la piel quemada y la quemazón aliviada con vinagre, el
mismo que aderezaba los huevos fritos con ajos y picatostes de los desayunos.
El colérico
Cronos dejaba, por una temporada, de devorar a sus hijos y los días se volvían
infinitos. Todos semejantes, pero especial cada uno. Al atardecer, tras la
película vespertina, nos aguardaba un limpio y alto cielo azul que asistía
gozoso a nuestro partidillo de fútbol. Acudían a jugar vecinos de otras viñas:
Antonio y Miguel, los sevillanos; Pepito —hijo único de la maestra de la
escuela de verano—, Luis y Andrés, y algunos más que ya he olvidado.
Así eran nuestros veranos querido amigo. Cambian los nombres, el decorado, que en mi caso es el Mediterráneo, pero las mismas sensaciones y descubrimientos. Mis veranos eran de salitre, higos chumbos y cine de verano. Todo un aprendizaje continuo: a montar en bici, a nadar sin rosco, a besar a hurtadillas... Negro como el tizón acababa en aquellos veranos interminables de Nivea a tutiplén.
ResponderEliminarGracias Ángel, por hacerme recordar.
Sí, Alfonso, como el Bolero de Ravel, luminosas variaciones sobre un mismo tema melódico que nos suena a vida, a alegre celebración. Como Albert Camus, que creció junto al mar y en la pobreza, pero "la vida le resultaba fastuosa".
ResponderEliminarGracias, Alfonso, por tu comentario
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