Siempre me ha fascinado la teoría emergentista, que establece cómo propiedades o conductas imprevisibles surgen de la interacción de los componentes simples de un sistema complejo, no siendo estas reducibles a los atributos de esos elementos aislados. Aristóteles fue el primero en dar la clave de estos sistemas a través del principio que afirma que el todo es más que el mero agregado o suma de las partes que lo integran. Así, un texto impreso es, para quien lo lee entendiéndolo, mucho más que la suma del papel y la tinta que constituyen sus integrantes físicos. ¿Y qué decir de un cuadro de Picasso?
Las
llamadas propiedades emergentes, como su propio nombre indica, aparecen inesperadamente, a diferencia de las aditivas o sumativas, como el peso o la electricidad, que son, digamos, más previsibles. Es la irrupción
de lo difícilmente explicable, lo aparentemente azaroso, el misterio en el
mismo seno de la materia.
Me
gusta explicar esto a mis alumnos utilizando los hormigueros y las colmenas
como magníficos ejemplos de sistemas emergentes.
Pensemos
en la elegante simplicidad orgánica de una hormiga. Con un sistema nervioso
extremadamente sencillo y un minicerebro de unos cientos de miles de neuronas
(el de un chimpancé tiene varios miles de millones), no cabe esperar que pueda
desarrollar funciones demasiado complicadas y, menos aún, conductas
inteligentes. Sin embargo, atendamos ahora al entramado social del hormiguero
del que forma parte. En él observamos una compleja y jerarquizada organización,
con obreras, zánganos y soldados, todos ellos sometidos al matriarcado de una
reina todopoderosa. En el hormiguero, hay guardería, almacenes de
alimento, zonas de cultivo de nutritivos hongos en cámaras especiales escogidas
por sus niveles de humedad y de temperatura. Hay etólogos que comparan los
hormigueros con cerebros capaces de una inteligencia colectiva que resuelve
problemas complejos al modo de una red neuronal. Abundan las investigaciones
que atribuyen a las hormigas una capacidad mayor que la humana a la hora de
resolver ciertos problemas prácticos relacionados con tareas colaborativas
(Revista PNAS, 23 de diciembre de 2024). Pero, ¿de dónde procede este
orden inteligente? Del sistema en que estos simples animales viven y en el que
interactúan.
La vida puede ser entendida también como una propiedad emergente a partir
de reacciones físico-químicas entre átomos y moléculas. En resumen, si
disponemos de un sistema lo suficientemente complejo y del tiempo requerido
(decenas de miles, millones de años en el caso de la evolución), puede acabar apareciendo un
orden con unas cualidades inesperadas y hasta prodigiosas. Parece ser una
excepción provisional al segundo principio de la termodinámica, según el cual la entropía aumenta con el tiempo. Y digo provisional porque, al final, sabemos
que el desorden tendrá la última palabra. Aquí no podemos darle la razón al imperio de los buenos y bellos fines de la teleología de Aristóteles.
Pues
bien, el cerebro humano es un sistema complejo emergente. Sus decenas de
miles de millones de células nerviosas, neuronas y neuroglias, conectadas y
asociadas entre sí en ramilletes de decenas de miles de ellas conforman redes
neuronales de una plasticidad extraordinaria, capaces de adquirir funciones
que, a través del aprendizaje, pueden ser modificadas o sustituidas por otras.
Las
sinapsis, es decir, las conexiones entre los axones neuronales, fueron explicadas
por nuestro compatriota Santiago Ramón y Cajal —quien, por cierto, aún espera
un museo que honre su monumental obra científica—. (¿Se imaginan lo que lo
adularíamos si hubiera nacido británico, francés, alemán o estadounidense?). Su
teoría neuronal, base de la neurociencia actual, mereció el Premio Nobel de
Medicina en 1906. El cerebro es, así, un laberinto de neuronas, un entramado
arquitectónico sin parangón en el universo conocido, capaz de pensar y expresarse,
tomar decisiones, recordar, odiar, amar, sentir, y —lo más difícil de todo— de
tener conciencia. Que sepamos este es el único lugar donde el universo se
piensa a sí mismo, adquiere autoconciencia.
Y
es que, en el caso de los animales sociales —en especial, el ser humano—, la
complejidad es de segundo grado, pues al soporte sistémico cerebral hay que
sumarle la interacción con el entorno y, en particular, con otros cerebros en
el medio social. Solo así se explica el lento y gradual proceso de aparición de
pensamiento y lenguaje simbólicos. De hecho, un cerebro aislado es incapaz de
desarrollar las competencias necesarias tanto para el pensamiento abstracto como
para los lenguajes naturales o artificiales.
Una
turba y una bandada de aves, también son sistemas complejos, aunque caóticos.
De ellos también surgen conductas colectivas como
la hermosa danza aérea de miles de estorninos o el feroz linchamiento de un ser
humano, comportamientos que los individuos no serían capaces de ejecutar por sí solos.
El
conjunto de los sistemas complejos incluye el subconjunto de los sistemas
caóticos, estudiados por la teoría del caos. Estos, aun siendo deterministas —es
decir, someterse al principio de causalidad—, muestran un comportamiento
aleatorio debido a su extrema sensibilidad a la modificación de características en las condiciones implicadas. No obstante, tienen patrones subyacentes y obedecen
a determinados factores causales. Los ejemplos clásicos son el clima, el
movimiento de las bandadas o los bancos de peces, y ¡ay!, también los mercados
financieros o la propagación de epidemias.
Ahora
sabemos que también una ciudad es un sistema emergente.
Leo
en el diario El País una entrevista a Jorge Almazán Caballero, arquitecto español
afincado en Tokio desde hace dos décadas. Almazán denomina «urbanismo emergente»
al modelo de ciudad que predomina en los barrios de la capital nipona, y explica
cómo, partiendo de una situación de caos o desorganización, pueden surgir
modelos urbanos de una eficacia sorprendente.
«Los
jokocho son distritos de microbares que surgieron en la posguerra. Para
mí es el paradigma del orden emergente. Tienes la unidad más pequeña posible,
un dueño y un espacio pequeño (a veces solo caben cinco personas), pero cada
zona tiene un cierto carácter. La suma no es desorden», afirma el arquitecto,
autor de Tokio emergente. Diseñar la ciudad espontánea, publicado por la editorial Satori, especializada en cultura japonesa.
La
infraestructura de Internet, la red de redes, es también un sistema complejo
del que cabe esperar resultados sorprendentes; algunos de ellos tal vez
indeseados, en este futuro próximo en el que ya estamos sumidos. La IA podría
ser, en este sentido, una propiedad emergente más.
Según
el matemático David John Hand, un conjunto de leyes matemáticas —conocidas como
«principio de improbabilidad»— nos dice que no tendríamos que sorprendernos
tanto por ciertas coincidencias. Es más, deberíamos esperar que sucedan. Uno de
los aspectos clave de dicho principio está en la ley de los grandes números,
que asegura que, si disponemos de un número suficiente de oportunidades, antes
o después, sobrevendrá cualquier suceso posible, con independencia de lo
improbable que éste sea. («Nunca digas nunca», en Investigación y Ciencia,
mayo de 2014).
Esa ley puede
aplicarse también para arrojar alguna luz a estas propiedades emergentes tan
extraordinarias como la aparición de la vida a partir de la materia o de la
inteligencia en seres vivos. ¿Explicaría también la repetición de nuestras
vidas —como sucesos harto improbables— ad infinitum dado que el tiempo no tiene límite?
No lo sabemos, aunque esto es lo que parece indicar la teoría del eterno retorno del enamorado vitalista que fue Friedrich Nietzsche.
Así como en el ámbito subatómico existe un hiato de indeterminación que le hace escapar a las leyes causales, en el contexto macro de los sistemas complejos aparece también lo fortuito. Aunque las series causales sigan teniendo aquí un valor explicativo, dejan de ser totipotentes, anidando resquicios donde la superposición casi infinita de factores opaca la luminosidad teórica de las leyes mecánicas convencionales.
Frente a una metafísica esencialista de la sustancia, adquiere inusitado protagonismo lo accidental. Emerge así lo imprevisible en el seno de una
complejidad que lo sostiene todo, desde la vida y el clima hasta la
inteligencia y la sociedad.
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