lunes, 14 de julio de 2025

Emergentismo y caos



Siempre me ha fascinado la teoría emergentista, que establece cómo propiedades o conductas imprevisibles surgen de la interacción de los componentes simples de un sistema complejo, no siendo estas reducibles a los atributos de esos elementos aislados. Aristóteles fue el primero en dar la clave de estos sistemas a través del principio que afirma que el todo es más que el mero agregado o suma de las partes que lo integran. Así, un texto impreso es, para quien lo lee entendiéndolo, mucho más que la suma del papel y la tinta que constituyen sus integrantes físicos. ¿Y qué decir de un cuadro de Picasso?

Las llamadas propiedades emergentes, como su propio nombre indica, aparecen inesperadamente, a diferencia de las aditivas o sumativas, como el peso o la electricidad, que son, digamos, más previsibles. Es la irrupción de lo difícilmente explicable, lo aparentemente azaroso, el misterio en el mismo seno de la materia.

Me gusta explicar esto a mis alumnos utilizando los hormigueros y las colmenas como magníficos ejemplos de sistemas emergentes.

Pensemos en la elegante simplicidad orgánica de una hormiga. Con un sistema nervioso extremadamente sencillo y un minicerebro de unos cientos de miles de neuronas (el de un chimpancé tiene varios miles de millones), no cabe esperar que pueda desarrollar funciones demasiado complicadas y, menos aún, conductas inteligentes. Sin embargo, atendamos ahora al entramado social del hormiguero del que forma parte. En él observamos una compleja y jerarquizada organización, con obreras, zánganos y soldados, todos ellos sometidos al matriarcado de una reina todopoderosa.  En el hormiguero, hay guardería, almacenes de alimento, zonas de cultivo de nutritivos hongos en cámaras especiales escogidas por sus niveles de humedad y de temperatura. Hay etólogos que comparan los hormigueros con cerebros capaces de una inteligencia colectiva que resuelve problemas complejos al modo de una red neuronal. Abundan las investigaciones que atribuyen a las hormigas una capacidad mayor que la humana a la hora de resolver ciertos problemas prácticos relacionados con tareas colaborativas (Revista PNAS, 23 de diciembre de 2024). Pero, ¿de dónde procede este orden inteligente? Del sistema en que estos simples animales viven y en el que interactúan.

La vida puede ser entendida también como una propiedad emergente a partir de reacciones físico-químicas entre átomos y moléculas. En resumen, si disponemos de un sistema lo suficientemente complejo y del tiempo requerido (decenas de miles, millones de años en el caso de la evolución), puede acabar apareciendo un orden con unas cualidades inesperadas y hasta prodigiosas. Parece ser una excepción provisional al segundo principio de la termodinámica, según el cual la entropía aumenta con el tiempo. Y digo provisional porque, al final, sabemos que el desorden tendrá la última palabra. Aquí no podemos darle la razón al imperio de los buenos y bellos fines de la teleología de Aristóteles. 

Pues bien, el cerebro humano es un sistema complejo emergente. Sus decenas de miles de millones de células nerviosas, neuronas y neuroglias, conectadas y asociadas entre sí en ramilletes de decenas de miles de ellas conforman redes neuronales de una plasticidad extraordinaria, capaces de adquirir funciones que, a través del aprendizaje, pueden ser modificadas o sustituidas por otras.  

Las sinapsis, es decir, las conexiones entre los axones neuronales, fueron explicadas por nuestro compatriota Santiago Ramón y Cajal —quien, por cierto, aún espera un museo que honre su monumental obra científica—. (¿Se imaginan lo que lo adularíamos si hubiera nacido británico, francés, alemán o estadounidense?). Su teoría neuronal, base de la neurociencia actual, mereció el Premio Nobel de Medicina en 1906. El cerebro es, así, un laberinto de neuronas, un entramado arquitectónico sin parangón en el universo conocido, capaz de pensar y expresarse, tomar decisiones, recordar, odiar, amar, sentir, y —lo más difícil de todo— de tener conciencia. Que sepamos este es el único lugar donde el universo se piensa a sí mismo, adquiere autoconciencia.

Y es que, en el caso de los animales sociales —en especial, el ser humano—, la complejidad es de segundo grado, pues al soporte sistémico cerebral hay que sumarle la interacción con el entorno y, en particular, con otros cerebros en el medio social. Solo así se explica el lento y gradual proceso de aparición de pensamiento y lenguaje simbólicos. De hecho, un cerebro aislado es incapaz de desarrollar las competencias necesarias tanto para el pensamiento abstracto como para los lenguajes naturales o artificiales.

Una turba y una bandada de aves, también son sistemas complejos, aunque caóticos. De ellos también surgen conductas colectivas como la hermosa danza aérea de miles de estorninos o el feroz linchamiento de un ser humano, comportamientos que los individuos no serían capaces de ejecutar por sí solos.

El conjunto de los sistemas complejos incluye el subconjunto de los sistemas caóticos, estudiados por la teoría del caos. Estos, aun siendo deterministas —es decir, someterse al principio de causalidad—, muestran un comportamiento aleatorio debido a su extrema sensibilidad a la modificación de características en las condiciones implicadas. No obstante, tienen patrones subyacentes y obedecen a determinados factores causales. Los ejemplos clásicos son el clima, el movimiento de las bandadas o los bancos de peces, y ¡ay!, también los mercados financieros o la propagación de epidemias.

Ahora sabemos que también una ciudad es un sistema emergente.

Leo en el diario El País una entrevista a Jorge Almazán Caballero, arquitecto español afincado en Tokio desde hace dos décadas. Almazán denomina «urbanismo emergente» al modelo de ciudad que predomina en los barrios de la capital nipona, y explica cómo, partiendo de una situación de caos o desorganización, pueden surgir modelos urbanos de una eficacia sorprendente. 

«Los jokocho son distritos de microbares que surgieron en la posguerra. Para mí es el paradigma del orden emergente. Tienes la unidad más pequeña posible, un dueño y un espacio pequeño (a veces solo caben cinco personas), pero cada zona tiene un cierto carácter. La suma no es desorden», afirma el arquitecto, autor de Tokio emergente. Diseñar la ciudad espontánea, publicado por la editorial Satori, especializada en cultura japonesa. 

La infraestructura de Internet, la red de redes, es también un sistema complejo del que cabe esperar resultados sorprendentes; algunos de ellos tal vez indeseados, en este futuro próximo en el que ya estamos sumidos. La IA podría ser, en este sentido, una propiedad emergente más.  

Según el matemático David John Hand, un conjunto de leyes matemáticas —conocidas como «principio de improbabilidad»— nos dice que no tendríamos que sorprendernos tanto por ciertas coincidencias. Es más, deberíamos esperar que sucedan. Uno de los aspectos clave de dicho principio está en la ley de los grandes números, que asegura que, si disponemos de un número suficiente de oportunidades, antes o después, sobrevendrá cualquier suceso posible, con independencia de lo improbable que éste sea. («Nunca digas nunca», en Investigación y Ciencia, mayo de 2014).

Esa ley puede aplicarse también para arrojar alguna luz a estas propiedades emergentes tan extraordinarias como la aparición de la vida a partir de la materia o de la inteligencia en seres vivos. ¿Explicaría también la repetición de nuestras vidas como sucesos harto improbablesad infinitum dado que el tiempo no tiene límite? No lo sabemos, aunque esto es lo que parece indicar la teoría del eterno retorno del enamorado vitalista que fue Friedrich Nietzsche.

Así como en el ámbito subatómico existe un hiato de indeterminación que le hace escapar a las leyes causales, en el contexto macro de los sistemas complejos aparece también lo fortuito. Aunque las series causales sigan teniendo aquí un valor explicativo, dejan de ser totipotentes, anidando resquicios donde la superposición casi infinita de factores opaca la luminosidad teórica de las leyes mecánicas convencionales. 

Frente a una metafísica esencialista de la sustancia, adquiere inusitado protagonismo lo accidental. Emerge así lo imprevisible en el seno de una complejidad que lo sostiene todo, desde la vida y el clima hasta la inteligencia y la sociedad.

 

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