jueves, 12 de marzo de 2020

La máscara de la Muerte Roja



En este cuento, gótico donde los haya, Alan Poe nos habla de un príncipe “feliz, intrépido y sagaz” que pretendió burlar una epidemia de peste encerrándose tras los muros de su palacio con sus más allegados. Tan sólo las oscuras campanadas de un viejo reloj de ébano les recuerda la fugacidad de la existencia. Pero la música apaga el incordio de ese eco monótono. Allí se entregan a los placeres, volviendo la espalda a la muerte que, mientras, se enseñorea de la tierra donde moran y mueren sus paisanos: “La Muerte Roja había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa”.  Pero la muerte no se detuvo. Viajó, atravesó fosos y murallas, hasta alcanzarlo a él y a los suyos. “Había venido como un ladrón en la noche. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres”. Ahora, como entonces, no hay fronteras que paren el avance de ciertos males que nos hermanan al género humano mal que nos pese.

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