domingo, 18 de mayo de 2025

Gaza arrasada existe, luego Dios no


 Primo Levi, ingeniero químico y escritor italiano de origen judío, superviviente del Holocausto, estuvo preso en el campo de concentración de Auschwitz durante diez meses. Allí conoció y padeció el más siniestro rostro imaginable de la crueldad humana, que, con absoluta impunidad detiene, tortura y asesina a millones de seres humanos inocentes, sin más excusas ni otros cargos que el pertenecer a un grupo étnico, el pueblo gitano o el judío; o bien, tener una determinada adscripción ideológica: haber luchado por la libertad frente al franquismo en la guerra española, haber combatido en la resistencia francesa a la ocupación nazi, o pertenecer a algún partido o sindicato comunista, socialista o anarquista. 

Tal vez como terapia, Levi narró su traumática experiencia en Si esto es un hombre (1947) y reflexionó sobre ella en Los hundidos y los salvados (1986 —poco antes de su suicidio—). Levi explica cómo el primer paso para anular a la víctima era humillarla, erradicar en ella cualquier vestigio de individualidad y de dignidad, convirtiéndola en un mero número dentro de una larga lista. Despojarla de sus vestidos, entregarle un uniforme a rayas, tatuar en su piel una marca y raparla era el primer acto de esta siniestra ceremonia de la despersonalización. El nombre era sustituido por un número porque asesinar a un ser anónimo, sin pasado, sin dignidad es más sencillo. Quienes gaseaban a un niño por la mañana, al regresar a casa, tras el trabajo, acariciaban con ternura a sus hijos o paseaban con sus parejas por el parque. La filósofa Hannah Arendt denominó "banalidad del mal" a este proceso de normalización de la barbarie al que ahora estamos regresando (Eichmann en Jerusalén, 1963). ¿Podrá el mundo recuperarse de tanta iniquidad banal? 

En la desencantada novela La Chute (1956), de Albert Camus, leemos el caso de un preso francés que pide hablar con el responsable del campo de exterminio de Buchenwald para presentar una reclamación. Cuando el funcionario nazi se burla de él y le responde que su petición es inútil, que aquí no se presentan reclamaciones, él replica: "Es que, mire usted, señor, mi caso es excepcional porque ¡yo soy inocente!". Es la ingenuidad a punto de expirar en el umbral del infierno. 

Ya hemos oído a Yohav Galant, que ha sido ministro de defensa del gobierno de Netanyahu, definir a los palestinos como "animales humanos". Ese era el primer acto de esta tragedia que avanza escena a escena sin que ningún poder humano o divino se interponga. 

Levi, respondiendo a los denodados esfuerzos de la Teodicea leibniziana por salvar la inocencia divina ante la evidencia del mal ("Vivimos en el mejor de los mundos posibles" —Ensayo de Teodicea, 1710—), compendia su macabro relato en una sentencia que suena a deducción lógica, a conclusión implacable: "Si Auschwitz ha existido, Dios no puede existir".

Hoy, el pueblo de Israel está en el bando ejecutor. Y, a la vista de su exterminio sistemático de inocentes mediante el bombardeo de sus casas, hospitales y escuelas, las ejecuciones sumarísimas y la hambruna, ante un mundo libre y desarrollado que o bien apoya ese exterminio genocida, o bien guarda un miserable silencio (salvo honrosas excepciones como Sudáfrica y España), podemos decir ahora: "El genocidio de Gaza existe, luego Dios no puede existir".

Pero si la realidad del mal radical y la existencia de un Dios bueno, omnisciente y omnipotente resultan incompatibles, esto no implica que todo esté permitido, como concluye Iván Karamázov, el descreído personaje dostoievskiano. Al contrario, precisamente porque estamos solos en una frágil nave que zozobra perdida en un océano infinito, no hay otra alternativa que apelar a principios éticos basados en la dignidad compartida, en la universalización de los derechos fundamentales, como única vía posible para un mundo que tenga presente y futuro. 

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martes, 13 de mayo de 2025

Granada, en bucle


 

Hay asuntos en Granada que van y vienen en bucle a lo largo de los años sin encontrar solución o soslayándola una vez hallada. 

Un periódico granadino titula hoy: "La renaturalización del río Genil a su paso por Granada vuelve a escena: IU pide que se limpie y exige al Ayuntamiento su cambio".

El caso de la renaturalización del Genil es emblemático. En varias ocasiones se han aprobado por amplio consenso propuestas viables que incluso contaban con el visto bueno de vecinos, técnicos y grupos ecologistas. Pero años después, sigue en suspenso. 

Ecologistas en Acción presentó un amplio informe al respecto en septiembre de 2019, donde se fijaba como ejemplo a seguir la recuperación del río Manzanares a su paso por la capital de España, y se acompañaba de una detallada memoria económica. En realidad, se trataba de un viejo proyecto que ya había encontrado el beneplácito de la corporación municipal. 

Mas cuando llegó la hora de la verdad, en este caso, la de solicitar subvenciones europeas para llevarlo a cabo, mientras que Ayuntamientos como el de Fuente Vaqueros y el de Loja, ciudades bañadas por este mismo afluente del Guadalquivir, presentaron propuestas que cumplían los criterios de viabilidad económica y sostenibilidad medioambiental; el de Granada, gobernado en minoría por Paco Cuenca (PSOE), se enredó, para sorpresa de incautos, en una propuesta inviable por ser muy cara y por llevar más cemento aún del que ya había a un cauce que había sido convertido en un canal de hormigón sin alma con motivo del Mundial de Esquí de 1996. Era el mes de abril del 2022, y, con ensañamiento, fue bautizado por sus padrinos como “Genil vivo”. El invento ascendía a más de cuatro millones setecientos mil euros, con un coste de mantenimiento anual superior a los cien mil. 

Elaborado por la empresa de aguas Emasagra, aspiraba a financiarse con los Fondos Next Generation convocados para la recuperación de cauces fluviales urbanos. Los ecologistas advirtieron entonces que ese proyecto "se pretendía hacer pasar por un intento de renaturalización", pero solo "añadía más cemento" e  incluía medidas "sorprendentes", como "sustituir" la vegetación de ribera por "maceteros regados por goteo".

Lo sorprendente es que no hacía falta elaborar un nuevo proyecto, pues el diseñado por Ecologistas de Acción había sido aprobado hasta tres veces en plenos municipales en los años 2002, 2006 y 2018. Y además contaba con el apoyo y asesoramiento del Departamento de Ecología de la Universidad de Granada. Todo esto no fue suficiente para su inmediata puesta en práctica en los primeros años dos mil. El proyecto UGR-Ecologistas estaba presupuestado en 717.548,00 € para la ejecución de las obras, y en 14.555,50 €, para las actuaciones anuales de mantenimiento.

Entre tanto, en junio de 2022, ante la tozudez gubernamental, diez grupos y asociaciones firmaron una Declaración por la renaturalización del Genil. La suscribieron el Ateneo de Granada, Árboles contra el cambio climático, Extinction Rebellion Granada, Juventud por el Clima-Fridays for Future Granada y Ecologistas en Acción, entre otros colectivos ciudadanos. 

En el otoño del 2022, la autoridad competente da la razón a los ecologistas, y la pormisgüevista propuesta Emasagra-Ayuntamiento —si el tan sensato como divertido urbanista Erik Harley me presta su disruptiva expresión— resulta rechazada, como cabía esperar. El caso es que se aprobó subvencionar un total de treinta y siete proyectos de regeneración de ecosistemas fluviales en España, seis de ellos en Andalucía. Pero el granadino no estaba entre ellos.

Ahí están hoy el burgalés Arlanzón —cuyas riberas, que conocí hace años encementadas, están hoy libres y arboladas— o el madrileño Manzanares, para goce ciudadano y ejemplo de buena gestión de un río en su travesía urbana; o el mismo Guadalquivir, de frondosas y emboscadas orillas a su paso por Córdoba. Pues lo que ha sido posible en Córdoba, Madrid o Burgos parece no serlo en Granada, aunque la película de Sáenz de Heredia ("Todo es posible en Granada" —1954—, que conoció un casposo remake a cargo de Manolo Escobar en 1982) proclamara lo contrario. 

Yo creo que el sepultamiento a finales del XIX de otro río granadino, el Darro, bajo la calzada, que tan airadas protestas provocó en Ángel Ganivet en su Granada la Bella (1896), dejó, tal vez, en la ciudad un trauma paralizante que, por lo visto, la incapacita para una relación saludable con sus ríos: "Yo conozco muchas ciudades atravesadas por ríos grandes y pequeños —escribe el filósofo granadino—: desde el Sena, el Támesis o el Sprée, hasta el humilde y sediento Manzanares; pero no he visto ríos cubiertos como nuestro aurífero Darro, y afirmo que el que concibió la idea del embovedado la concibió de noche, en una noche funesta para nuestra ciudad".

Una visión ganivetiana que el prologuista de la edición que aparece en la imagen denomina "romántica" —para oponerla a "moderna"—, pero que yo calificaré de honesta —para enfrentarla a interesada—. 

Años después, la señora Carazo (PP), que gobierna con una cómoda mayoría, no parece ni tan siquiera acordarse de este asunto que, de realizarse, supondría para la ciudad una superficie arbolada superior en hectáreas al parque Federico García Lorca. 

Algo semejante sucede con otras medidas de habitabilidad y mejora ambiental, que obtuvieron cauce  y solución en otras ciudades, pero que aquí, en el área metropolitana más contaminada de Andalucía*, continúan enfangadas sin remedio: la implantación de la ZBE, que aún sigue pendiente; la disposición de autobuses urbanos y metropolitanos de bajas emisiones, eficaces y a precios asequibles; un servicio público de alquiler de bicicletas; desarrollo de carriles-bici eficientes y utilizables; o la recuperación del entorno del ya mencionado Darro, cuyas márgenes en el Sacromonte llevan años ocupadas ilegalmente por fincas particulares y por un colegio privado... 

Si no fuera porque la incompetencia de algunos políticos ocasiona trágicas consecuencias en la salud de los ciudadanos, todo esto resultaría cómico. 

¡Ay, Granada!, ciudad de causas perdidas que van y vienen sin resolverse jamás. 

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*Granada y su extrarradio ha vuelto a ser en 2024 el área urbana más contaminada de Andalucía, con las concentraciones más altas en dióxido de nitrógeno y entre los valores más elevados en partículas en suspensión PM10 y ozono troposférico (O3). Así aparece en el último informe de calidad del aire publicado por la Junta de Andalucía. (Diario digital ElIndependientedeGranada, 26/01/2025).

domingo, 4 de mayo de 2025

Elogio de la indolencia

Sastrería Antolín
(Plaza Vieja-Andújar) 
en los años 60

Mi padre era sastre, hombre serio, severo y siempre bien vestido. Tan cariñoso con su esposa y sus hijos, como adusto con los extraños y aun, en ocasiones, con los amigos. Muy atento y dedicado a hacer cuanto se podía esperar que hiciera un buen esposo, un cabeza de familia y un profesional de la sastrería. Siempre ponía exquisito cuidado y concentrada atención en lo que hacía, decía o decidía. Antolín era, pues, persona muy responsable. 

EL diccionario de la RAE propone diversos sinónimos para el término "responsable", todos ellos laudatorios, lo que nos permite percibir la atávica aceptación social del mismo: la persona responsable pasa por ser cumplidora, consecuente, formal, seria, sensata, juiciosa, consciente y prudente. ¡Todo un ejemplo a imitar! 

Sin embargo, la familia semántica de su antónimo lo constituye un elenco de palabras bien elocuentes, con una fuerte carga peyorativa, preñadas del poderoso descrédito social que ese término acumula: el  irresponsable es indolente, imprudente, insensato, irreflexivo, inconsciente, loco, desorejado, valeverguista, yoquepierdista... ¡Menuda alhaja! Y, en los alrededores de su campo semántico, como términos afines, nos topamos con negligencia, abandono, desidia, descuido, dejadez, holgazanería, vagancia, pereza, desgana, inapetencia, inconstancia, desinterés, abulia, incuria, boludencia. ¿Quién querría vérselas con un tipo adornado con semejantes entorchados? 

Mi padre, como cabía esperar, nos educó en una responsabilidad cuasi kantiana, que, luego, supimos transmitir a nuestros propios hijos. Recuerdo que Mari Ángeles, la primera maestra de mi hija —que entonces tenía sólo tres tiernos añitos— en una conversación con nosotros, ya pronunció la execrable palabra al advertirnos que nuestra hija era muy responsable. Creo que demasiado —apostilló—. Yo me pregunté en silencio cómo alguien podía ser responsable a tan corta edad. Pensé, para tranquilizarme, que solo sería una manera de hablar. Porque el comentario de la tutora, lejos de sosegarme, me ocasionó perplejidad y preocupación. Pero el tiempo le ha ido dando la razón a la sabia y perspicaz maestra. 

Mi primera vivencia personal de esta virtud (?) fue también precoz, como, de nuevo, cabía esperar. Tuvo lugar a mis poco más de cinco años con el nacimiento de Antonio Gerardo, mi hermano pequeño. Sin saber cómo ni por qué, yo, a iniciativa propia, asumí la protección de ese niño indefenso. Y así fue hasta que él llegó a la adolescencia. Yo tenía ya diecisiete años y él doce. Demasiadas maravillas me aguardaban entonces fuera de casa como para ocuparme de mi hermano. Fue el único espacio de tiempo en que viví en una almibarada irresponsabilidad. Las suculentas urgencias vitales del instante me sustraían a los herrumbrosos imperativos morales. Además, proteger a un adolescente me parecía algo inviable. Sobre todo, si quien pretendía hacerlo era otro náufrago con espinillas. Me dejé el pelo y las patillas largas, me enfundé unos vaqueros, me eché al alcohol y el tabaco (aliñado, a veces), y, embriagado por el profundo aroma del azahar —verdadera música del abril andujano—, salí en busca de amigos y, sobre todo, de dulces y perfumadas amigas. Y así transcurrieron esos pocos años de remisión de condena. 

Pues bien, cuando nació Darío, mi primer hijo, comencé a confundir su nombre, de manera que a Darío lo llamaba Antonio y a este, Darío. No podía evitarlo, y ¡aún sigue ocurriéndome treinta y un años después! A nivel inconsciente mi mente debe de confundir el objeto natural de mi responsabilidad paterna con aquel bebé que, siendo yo mismo un niño, había tomado inopinadamente a mi cargo. 

Para el hiperrresponsable (así, con tres erres), su peor juez es él mismo, de manera que el imperativo categórico* que, según Kant, la razón pura práctica, como magistrado imparcial e implacable, se autoimpone  —la conciencia moral o el superego en la versión freudiana— adquiere en él su más depurada, genuina y cruel expresión. 

Por paradójico que pueda resultar, a las personas responsables nos es muy trabajoso ostentar cargos de responsabilidad y, sobre todo, salir de ellos indemnes. El afán de perfeccionismo, el deseo de agradar, el excesivo amor propio, la fidelísima sujeción a las normas, nos hacen sufrir en demasía, y podemos concluir nuestra experiencia gestora como el rosario de la aurora. Mi padre fue concejal y teniente de alcalde —sea esto lo que fuere— del Ayuntamiento de Andújar durante la posguerra y, al no estar dispuesto a transigir con ciertos enjuagues, acabó teniendo que refugiarse durante una temporada en Madrid (donde tenía negocio y casa) por consejo del alcalde Tomás Escribano. Evitaba así caer víctima de las arteras artimañas que contra él tramaba un alto cargo del autocrático Régimen que no admitía contratiempos ni remilgos morales. Siempre nos recomendó con insistencia vehemente no entrar en política, pues, según nos decía, en ella solo anidan las malas artes. 

A estos sujetos hay que liberarlos de la tiranía del deber que a sí mismos se imponen y que les persigue despiertos y aun dormidos todos los días de su vida, todos y cada uno de ellos. Hay que encomiarles en el dolce far niente, educarlos en una saludable y despreocupada indolencia y liviandad, haciéndoles ver que, a veces, es conveniente incumplir ciertas normas menores, aplazar compromisos, dejar pasar de largo algunos problemas, hacer lo contrario de lo que se espera que hagan y saber que es necesario aceptar sin amargura, con naturalidad, las críticas, el desapego, la disrupción, la entropía, los errores, las imperfecciones... 

Y digo bien, todos los días de su vida. Cuando mi padre, con 92 años, yacía en su lecho de muerte en una larga convalecencia que le mantuvo lúcido, pero casi inmóvil durante siete meses, un médico amigo nos dijo que las personas como mi padre sentían el abrumador peso de la responsabilidad familiar hasta el final, y nos aconsejó que, utilizando las mejores y más amorosas formas, ensayáramos con él la última despedida, haciéndole ver, al mismo tiempo, que podía irse tranquilo, que todo estaba en orden para su partida... Así lo hicimos. Mi padre falleció en paz, mientras dormía, en la mañana del 8 de septiembre de 1997.

* "Obra según una norma de tal naturaleza que puedas desear que se torne en ley universal"; o, dicho de otra forma, que el único móvil de tu acción sea siempre el deber y nada más que el deber. ("Emperro categórico" lo llamaba con atinada guasa un alumno mío. ) 

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jueves, 1 de mayo de 2025

La letra con sangre entra


En la escuela de mi época, un cole sin niñas de los años sesenta y primeros setenta, el castigo era considerado como un recurso educativo necesario y esencial para formar buenos españoles, hombres de provecho. Con frecuencia, se recurría a sentencias bárbaras como si constituyeran todo un programa pedagógico. Hacía furor "La letra con sangre entra" —que María de Maeztu ya había remedado años atrás afirmando que el refrán era cierto, pero aplicado a la sangre del maestro*—, así como "Quien bien te quiere, te hará llorar", "No hay zurdo bueno" o "En boca cerrada no entran moscas".

La palmeta —con distintas versiones en función del material y el grosor del instrumento de tortura, y con la suela de zapato, que, según se decía, picaba aún más, como innovación tecnológica— podía aplicarse con procedimientos diversos, dependiendo del ingenio sádico del cruel docente, al margen de la praxis habitual sobre la palma de la mano completamente extendida o en las tiernas posaderas del crío. Por ejemplo, en las uñas de los dedos, una vez agrupados formando un ramillete —el huevo— presto para recibir el seco y certero golpe. En estos casos, había encendidos debates acerca de si era más o menos doloroso tener las uñas largas o a ras de la yema. Asimismo, corrían bulos sobre cómo aminorar el suplicio untándose las manos de ajos, aceite u otros posibles cauterios. Otra opción de apaleamiento era la regla graduada que se usaba para dibujar en el encerado. Al golpear con ella el cuerpo del niño, que se ovillaba para proteger los órganos vitales, la regleta saltaba por los aires en mil pedazos en un espectáculo sobrecogedor. 

También era castigo usual la reclusión del disruptor en un rincón del aula. Pena que, a su vez, podía tener distintos grados: con el niño-reo arrodillado sin más, o bien arrodillado con los brazos en cruz o así pero con el agravante de sostener uno o más libros en las palmas de las manos dependiendo de la gravedad de su falta. Quienes ejercían esta violencia despreciaban los libros hasta ese extremo. 

Luego estaba el levantamiento de niño cogido por las orejas desde atrás —para, de paso, sorprenderle y proporcionarle un buen susto—. Este procedimiento era también muy temido y provocaba bastante sorna entre los compañeros. 

El sencillo y eficaz coscorrón hacía las delicias de más de uno. Cuando se trataba de una cabeza casi desnuda, rasurada o de pelo extremadamente corto —como era habitual entonces—, los nudillos producían al golpear el hueso un sonido hueco que permitía al ejecutor adornar el castigo con algún comentario jocoso. 

Mención aparte merece la socorrida y pulcra tortura psicológica que iba desde el insulto y el comentario denigrante —que podía comenzar con la amenaza de colocarle al alumno poco avezado unas orejas de burro—, hasta el mote. Recuerdo a un maestro que, cual Homero desorejado, adjudicaba un epíteto a cada uno de nosotros. Así, yo era "Antolín, el verdadero o el falso", unos hermanos se convertían en "el rico y el borrico", y otro alumno en "el preferido de los dioses". Este colérico señor (?), que pasaba con pasmosa facilidad de un "Mírame cuando te hable, capullo" a un "¿Y tú por qué me miras?" —en función de su caprichosa interpretación del hecho mismo de mirar—, también contaba con una palmeta como parte esencial de su ajuar de magisterio. Y, para darle más lustre a la cosa, escribió en ella "Dura lex, sed lex" ("La ley es dura, pero es la ley"). 

Al finalizar las clases, se enfrentaba uno a diversos peligros en el inmediato entorno del centro escolar que, a las horas de salida —sobre todo a la tarde—, se convertía en un territorio minado, propicio a las emboscadas. El más temido era el conocido como "hacer los galgos". La víctima era sujetada por varios agresores que le bajaban pantalones y calzoncillos para, a la vista de todos, rociar de algún líquido (agua en el mejor de los casos) sus genitales. El chico quedaba deshecho, roto, sin otro consuelo que ir a llorar a su casa, donde, quizás, su padre le regañara por no haber sabido defenderse como un verdadero hombre. 

A nadie se le ocurría denunciar la agresión al maestro o al director. Además de ser acusado de chivato, un estigma que convertía al sujeto en un paria, era manifiesto que la autoridad educativa no tomaría medida alguna, con el riesgo añadido para el denunciante de volver a padecer el mismo suplicio. 

Afortunadamente, ya en esos años, comenzaron a llegar al cole maestros con una nueva visión pedagógica, como don Francisco Muñoz o don José Liñán que, seguramente, se avergonzarían de compartir claustro con semejantes energúmenos. 

Aunque tengo que confesar que, cuando mis hijos ingresaron en la primaria, descubrí con desasosiego y enojo que aún quedaban algunos vestigios de aquellos basiliscos que se hacían llamar maestros. 

* La implacable persecución franquista de la escuela republicana vendría a darle la razón a María. 

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