Primo Levi, ingeniero químico y escritor italiano de origen judío, superviviente del Holocausto, estuvo preso en el campo de concentración de Auschwitz durante diez meses. Allí conoció y padeció el más siniestro rostro imaginable de la crueldad humana, que, con absoluta impunidad detiene, tortura y asesina a millones de seres humanos inocentes, sin más excusas ni otros cargos que el pertenecer a un grupo étnico, el pueblo gitano o el judío; o bien, tener una determinada adscripción ideológica: haber luchado por la libertad frente al franquismo en la guerra española, haber combatido en la resistencia francesa a la ocupación nazi, o pertenecer a algún partido o sindicato comunista, socialista o anarquista.
Tal vez como terapia, Levi narró su traumática experiencia en Si esto es un hombre (1947) y reflexionó sobre ella en Los hundidos y los salvados (1986 —poco antes de su suicidio—). Levi explica cómo el primer paso para anular a la víctima era humillarla, erradicar en ella cualquier vestigio de individualidad y de dignidad, convirtiéndola en un mero número dentro de una larga lista. Despojarla de sus vestidos, entregarle un uniforme a rayas, tatuar en su piel una marca y raparla era el primer acto de esta siniestra ceremonia de la despersonalización. El nombre era sustituido por un número porque asesinar a un ser anónimo, sin pasado, sin dignidad es más sencillo. Quienes gaseaban a un niño por la mañana, al regresar a casa, tras el trabajo, acariciaban con ternura a sus hijos o paseaban con sus parejas por el parque. La filósofa Hannah Arendt denominó "banalidad del mal" a este proceso de normalización de la barbarie al que ahora estamos regresando (Eichmann en Jerusalén, 1963). ¿Podrá el mundo recuperarse de tanta iniquidad banal?
En la desencantada novela La Chute (1956), de Albert Camus, leemos el caso de un preso francés que pide hablar con el responsable del campo de exterminio de Buchenwald para presentar una reclamación. Cuando el funcionario nazi se burla de él y le responde que su petición es inútil, que aquí no se presentan reclamaciones, él replica: "Es que, mire usted, señor, mi caso es excepcional porque ¡yo soy inocente!". Es la ingenuidad a punto de expirar en el umbral del infierno.
Ya hemos oído a Yohav Galant, que ha sido ministro de defensa del gobierno de Netanyahu, definir a los palestinos como "animales humanos". Ese era el primer acto de esta tragedia que avanza escena a escena sin que ningún poder humano o divino se interponga.
Levi, respondiendo a los denodados esfuerzos de la Teodicea leibniziana por salvar la inocencia divina ante la evidencia del mal ("Vivimos en el mejor de los mundos posibles" —Ensayo de Teodicea, 1710—), compendia su macabro relato en una sentencia que suena a deducción lógica, a conclusión implacable: "Si Auschwitz ha existido, Dios no puede existir".
Hoy, el pueblo de Israel está en el bando ejecutor. Y, a la vista de su exterminio sistemático de inocentes mediante el bombardeo de sus casas, hospitales y escuelas, las ejecuciones sumarísimas y la hambruna, ante un mundo libre y desarrollado que o bien apoya ese exterminio genocida, o bien guarda un miserable silencio (salvo honrosas excepciones como Sudáfrica y España), podemos decir ahora: "El genocidio de Gaza existe, luego Dios no puede existir".
Pero si la realidad del mal radical y la existencia de un Dios bueno, omnisciente y omnipotente resultan incompatibles, esto no implica que todo esté permitido, como concluye Iván Karamázov, el descreído personaje dostoievskiano. Al contrario, precisamente porque estamos solos en una frágil nave que zozobra perdida en un océano infinito, no hay otra alternativa que apelar a principios éticos basados en la dignidad compartida, en la universalización de los derechos fundamentales, como única vía posible para un mundo que tenga presente y futuro.
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