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No hay en eso ascetismo, porque el sexo no es malo por sí mismo, tan solo lo es cuando se impone a la razón y la perturba. Tanto en eso, como en el desprecio de la riqueza, el cínico busca la libertad mediante la liberación de los vanos cuidados. Solo consideraba rico al que se basta a sí mismo. Los dioses no necesitan de nada, los sabios próximos a ellos de muy poco. A los que se apoderan de muchas y grandes cosas los llamaba Diógenes "los pobres en grande" (frg. 240, 241 G). Al rico ineducado lo llamaba "borrego de doradas lanas"; a nadie había visto corrompido por la pobreza, pero sí a muchos por la maldad, decía (frg. 224 G), y consideraba que "el amor al dinero es la metrópoli de todos los males".
En este contexto, se entiende que Diógenes mendigara sin mala conciencia, puesto que todo era de todos, aunque los más rapaces se habían adueñado de más bienes. Por eso al pedir dinero a los amigos, decía que no pedía, sino que lo reclamaba (234 G). Nada más ridículo que la avaricia o el afán de ostentación. El desprendimiento caracteriza al cínico. El rico Crates renunció a su fortuna para ingresar en la secta de quienes limitaban su riqueza a lo que llevaban en su alforja. Para Diógenes hasta Sócrates vivía en el lujo, teniendo casa y algún esclavo (256 G). Se cuenta que Diógenes quebró su escudilla cuando observó a un muchacho beber en el hueco formado con sus manos.
Carlos García Gual: La secta del perro. Alianza Editorial. Madrid: 1987
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