jueves, 6 de noviembre de 2025

La mirada contemplativa

 

María Zambrano en Madrid hacia 1932
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   En "La aparición del confín", de su enigmática y poética obra De la Aurora (1986), escribe María Zambrano: «La aparición de la Aurora unifica los sentires, transformándolos en sentido (…) Como les sucede a otros lugares inviolables del humano pensar (…) a los que habría que dejar nacer, ante todo, sin arrancarles del lugar de sus raíces, sin extraerles del sacro único lugar en que han de nacer y vivir. Serían siempre de la Aurora estos tan elegidos pensamientos, frutos del humano pensar (…) ¿Anunciará acaso la Aurora, en su retirarse, la multiplicidad de los tiempos?»

          Su libro pretende ser guía y confesión, dos géneros filosóficos con amplia tradición en Occidente: «El resultado a que hemos llegado en estas breves páginas, que más breves aún querrían serlo, es que la Aurora, que no nos ha ofrecido la posibilidad de ser un conocimiento propiamente filosófico, una episteme, nos impone inexorablemente su condición de pertenecer al mundo de lo cognoscible. Desde el primer momento en que se la mira, nos mira ella a su vez, pidiéndonos, requiriéndonos, el que la miremos como la clave de la fysis, del cosmos (…) Guía, pues, si por guía entendemos la aparición de algo, un suceso, una presencia que saca al sujeto de sí, de la situación en que estrictamente está apresado en una ignorancia que es inmovilidad, y la inmovilidad en el ser humano es intrascendencia. Conocerse es trascenderse.» 

        Y, siguiendo la guía del nuevo método zambraniano, dejo aquí constancia de la experiencia entrañable. Permanece en mí el recuerdo imborrable de la importancia que mis padres, desde su profunda religiosidad, concedían al amanecer como momento privilegiado del día para apreciar la belleza de la creación divina y para dar gracias por ver un nuevo día. “Mañana veremos amanecer” nos anunciaban con solemnidad y gozo, cuando, con ocasión de algún acontecimiento especial, debíamos madrugar para salir de casa antes de la amanecida. “¡Mirad, hijos, va a salir el sol! ¡Mirad, qué hermoso amanecer!”. Este imperativo “¡Mirad!” era expresión muy frecuente en mi madre. Y a Blas Zambrano, su padre, dedica María Zambrano su primer libro, Horizonte del liberalismo (1930), con estas palabras: “A mi padre. Porque me enseñó a mirar”. La filósofa andaluza dice que aprender a filosofar es aprender a mirar, pero no se trata de una mirada inquisitiva o interrogativa, sino contemplativa, pasiva, que se deja atrapar por la belleza o el misterio de lo contemplado, sin más. La guía de mis padres provocó en nosotros una fervorosa reverencia hacia ese momento único, mágico, del paso de la noche al día; de modo que, con cierta frecuencia, y siempre durante nuestras estancias en la casa de la sierra, decidíamos “resistir” -al sueño, se entiende-: “Hoy vamos a resistir para ver amanecer”, conveníamos en secreto. Y, cuando lográbamos vencer al sueño, salíamos de la casa apenas veíamos apuntar la primera claridad por el horizonte para que la salida del Sol nos cogiera a la intemperie. 

        Tiene la filosofía también la naturaleza de una confesión, según María: «Se le figura a la autora de estas breves confesiones que un nuevo modo de razón -por ejemplo, la razón poética- sea necesario. Un modo de razón en el que se redime la pasividad, la total pasividad, frente al conocimiento y a aquello que lo mueve y aun engendra, el amor. Una razón sin paradojas, sin agonías, sin parecerse a sí misma, casi sin juicio, mas no sin orden; y tanto como ser una razón nueva habría de ser una vita nova (…) La vida de los sentidos se ha ido reduciendo a medida que la razón occidental se yergue (…) Así, esa arquitectura que a todo iguala, la lisa pared, hasta hacer desaparecer toda curva, todo escondrijo, todo alero, donde la golondrina, y sobre todo la paloma, no encuentran lugar. Ciudades hay, cimas de civilización, que sin decretar la extinción de las palomas -¡de la paloma, Señor!- penan con decretos, decretan, con fuerza de ley, que no se deje con vida ni un solo nido, porque la presencia de los nidos afea la limpia ciudad (…) El conocimiento que aquí se invoca pide que la razón se haga poética sin dejar de ser razón, que acoja al “sentir originario” sin coacción (…) Así la aurora se nos aparece como la physis misma de la razón poética.»

        Pasividad, disponibilidad, apertura; frente a la avidez, al “ansia de captar” (“Ir a la caza de conceptos”, escribe Zambrano). «Tiene la mirada que sale de la noche -de esta de la historia también- una disponibilidad pura y entera, pues que no hay en ella sombra de avidez. No va de caza. No sufre el engaño que procura el ansia de “captar”. La tiranía del concepto, que somete la libertad con el cebo del conocimiento.»

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