El filósofo israelí Yuval Noah, autor de Sapiens. De animales a dioses (2011), sostiene que ser patriota hoy es defender lo público. En su análisis del mercadeo de las redes, afirma que la clave del éxito de cualquier plataforma está en atraer la atención de los cibernautas, y que, para ello, utilizan tres resortes de nuestra estructura psíquica más intuitiva o irracional: el deseo (imágenes hipersexualizadas, por ejemplo), el miedo (bulos conspiranoicos) y el odio (xenofobia). El deseo y el odio nos impulsan a actuar y nublan nuestra razón, mientras que el miedo nos paraliza, nos encierra y nos hace más dóciles y moldeables. La conjunción de ambos elementos nos psicopatiza.
Juan es un maestro de la pública, un buen maestro. Pero desconfía de los sindicatos, no acude cuando lo convocan a huelga o a manifestaciones y se apunta a quienes piden bajar impuestos en pro de la libertad individual.
Seguramente todo el mundo sabe que hay impuestos directos e indirectos. La Agencia Tributaria los define así:
Son impuestos directos los que se aplican sobre una manifestación directa o inmediata de la capacidad económica: la posesión de un patrimonio y la obtención de una renta. Son impuestos indirectos, por el contrario, los que se aplican sobre una manifestación indirecta o mediata de la capacidad económica: la circulación de la riqueza, bien por actos de consumo o bien por actos de transmisión. En definitiva, los impuestos directos gravan la riqueza en sí misma, mientras que los indirectos gravan la utilización de esa riqueza.
Los indirectos, pues, repercuten en el precio de cosas como la bombona de butano, la gasolina que repostamos, la electricidad que consumimos en casa, y, en general, cualquier producto que adquiramos, pues el IVA incrementa su precio, incluso el de las cosas más necesarias, como el pan o el agua. Estos son los más insolidarios, pues no hacen distingos entre ricos y pobres.
Entre los directos están el impuesto sobre sociedades que pagan las empresas, el impuesto sobre transmisiones (herencias) o donaciones, el que se aplica sobre el patrimonio, el IBI o el IRPF que pagamos todos los ciudadanos con ingresos económicos. Estos se aplican de manera progresiva en función del importe de esos ingresos y de los bienes y propiedades que se posean, de forma que afectan en distinto grado a los contribuyentes. Así, Juan, el maestro, tributa un 22% de IRPF por su nómina, mientras que Luisa, que es su dentista, paga el 38%. No obstante, a Luisa y a Juan les irrita por igual que las grandes fortunas y las poderosas corporaciones paguen menos del 20 %, poniendo así en cuestión dicha escala de progresividad, que es tan justa como necesaria.
Todo el mundo sabe también que los impuestos constituyen la fuente principal de ingresos con los que el Estado hace frente a los gastos de la comunidad. Con ellos construye hospitales, colegios o bibliotecas, así como pantanos, carreteras, vías de tren u otras infraestructuras, y puede mantenerlas en buen uso. Pero también sirven para pagar las nóminas de los jueces o los funcionarios de prisiones, los médicos, enfermeros, auxiliares o celadores de la sanidad pública y los maestros de la escuela pública, así como el de otros funcionarios que nos asisten en caso de necesitarlos, sean bomberos, empleados de la limpieza, trabajadores de ayuntamientos o diputaciones, policías u otros cuerpos de seguridad del Estado, y un largo etcétera. De ahí salen asimismo las becas para estudiar o las ayudas para alquileres, mas también los fondos para rescatar a empresas y a bancos cuando vienen mal dadas, como sucedió en la Gran crisis de 2008 o en la pandemia de hace menos de cuatro años (¡quién lo diría!), cuando cada atardecer salíamos a los balcones para aplaudir a esos sanitarios que se jugaban la vida intentando salvar la de quienes iban siendo víctimas del COVID, y que ahora son ignorados cuando exigen mejoras en esa sanidad pública que nos salvó del abismo. Algunos bienintencionados creyeron que de esa íbamos a salir mejores, pero, por desgracia, hay que darle la razón a Sánchez Ferlosio: vendrán más años malos y nos harán más ciegos.
También es público y notorio que, en caso de no ser suficientes los fondos que el Estado recauda, tiene dos vías principales para resolver el problema de déficit público que esto genera: endeudarse (rebasándose con frecuencia el 100% de la renta de país, el producto nacional bruto, con el riesgo de incurrir en bancarrota) o bien reducir los servicios que presta a los ciudadanos, empeorando con ello la calidad de la justicia, la seguridad, la asistencia sanitaria o la educación escolar; o incluso hacer las dos cosas a la vez. Es lo que viene sucediendo en los últimos años.
Los análisis de los economistas y el sentido común, nos informan de que quienes menos interés tienen en pagar impuestos (en especial, directos) son aquellos que más riqueza poseen. Y esto es así por, al menos, dos razones: en primer lugar, porque los impuestos directos son para ellos más gravosos puesto que, como hemos visto, son directamente proporcionales a la riqueza; y, en segundo lugar, porque su solvencia económica les permite pagar por sí mismos todos esos servicios que el Estado presta. A diferencia de lo que les sucede a la mayoría, ellos sí pueden costearse una educación privada para sus hijos, una sanidad privada para sí y sus familias, una vivienda en propiedad o una seguridad privada para sus vidas y sus haciendas. Para el resto de contribuyentes, es decir, para la inmensa mayoría de nosotros, incluido Juan, esto no está al alcance de nuestro bolsillo.
Es esencial saber que Juan, el maestro, e incluso también Luisa, su dentista, como cualquier otro ciudadano de clase media para abajo, recibe a lo largo de su vida mucho más de lo que paga en impuestos. Baste pensar para comprenderlo que una plaza escolar en un Instituto de enseñanzas medias para cada uno de sus hijos cuesta en torno a 6.000 euros por curso escolar; o que una intervención quirúrgica con estancia hospitalaria supone una cantidad que muy pocos podrán costearse. En aquellos países sin una sanidad pública robusta, como sucede en EEUU sin ir más lejos, la muerte será el destino de quienes tienen la desgracia de contraer una enfermedad, sea un cáncer, una neumonía o una hepatitis, cuyo tratamiento médico no pueden pagarse. Si a esto unimos la pensión pública que Juan recibirá al jubilarse o el uso que hace a diario de servicios e infraestructuras públicas, el resultado es que las cuentas le salen muy favorables en el cómputo global de su vida.
Dicho esto, resulta evidente que reducir impuestos, en especial los directos, puede resultar un mal negocio para la inmensa mayoría de nosotros. Si a Juan le reducen el IRPF un 2%, pongamos por caso, resultará que le han bajado el importe del mismo en una cantidad en torno a los 800 € anuales. Parece interesante, ¿verdad? Lo sería si esa disminución (que para el potentado ha supuesto un descuento de miles o decenas de miles de euros) no pusiera en riesgo la atención sanitaria que le ofrezcan cuando Juan la requiera. Y justamente eso es lo que está ocurriendo ahora.
La estrategia de los que, teniendo más carecen por completo del sentido de la justicia, se encaminará entonces a convencer a Juan de lo contrario.
La defensa de su propio interés, y no la conciencia del bien común, es lo que llevará a esos poderosos a embaucar a la mayoría, valiéndose de los muchos medios a su alcance, presentando la bajada de impuestos como algo que a todos beneficia.
Algunas comunidades autónomas han entrado en esa carrera bajista y se jactan de suprimir impuestos como los que gravan las herencias y el patrimonio. En Andalucía, la eliminación de ambos ha supuesto a las arcas públicas dejar de ingresar varias decenas de millones de euros cada ejercicio anual. Pero el asunto es que la inmensa mayoría de las herencias –las que no superan el millón de euros en valor catastral- ya estaban exentas del mismo. Ha sido, pues, una medida pensada sólo para quienes más tienen, aquellos que no necesitan ni sanidad ni educación públicas, pues disponen de medios para pagárselas. Y ¡qué bien habrían venido esos millones para contratar a mil nuevos médicos de atención primaria!
El Ayuntamiento de Granada, la ciudad en la que vivo, cuyo partido gobernante también proclamaba una bajada de impuestos en cuanto llegase al poder, ha anunciado estos días una subida de 20 céntimos en el billete del bus urbano, que pasará de 1.40 a 1.60 €. Dicho incremento afectará a quienes más uso hacen del bus, que no son precisamente los más ricos. Y esto sucede en una ciudad que ocupa el tercer puesto en el ranking español de aire sucio, envenenado. En tal situación, que tendría que ser de alerta sanitaria, el fomento del transporte público debería constituir una prioridad tan urgente que llevara a la alcaldesa a constituir un gabinete de crisis para adoptar medidas inmediatas y eficaces, como podría serlo hacer gratuito el transporte público para determinados colectivos, como el de estudiantes, jubilados, parados o personas con escasos ingresos.
El desmontaje del sistema tributario, el ataque a lo público y a sus empleados, la neutralización de la capacidad estatal para redistribuir la riqueza, junto a la desacreditación de los sindicatos de trabajadores y de las organizaciones ciudadanas comprometidas con valores de solidaridad y respeto al medio ambiente, son vías directas hacia la destrucción de las clases medias, que son la base de las democracias construidas con el sacrificio de muchos a lo largo de los siglos XIX y XX.
Bajar los impuestos directos, para subir luego los indirectos (bus, agua, butano, gas o electricidad) es tomar la senda del “¡Sálvese quien pueda!”, es defender una libertad sin justicia, que no es sino la imposición de la voluntad del más fuerte, que suele ignorar el bien común. Es, en pocas palabras, la destrucción de las clases medias y del esfuerzo civilizatorio que estas encarnan, es decir, la vuelta a la selva que ya se padece en las regiones con más desigualdad del Planeta, como ciertas zonas de Centro y Sudamérica. Caminar por un arrabal de Caracas o de Río de Janeiro para alguien que tiene la suerte de vivir con ciertas comodidades, además de una experiencia sobrecogedora, es una demostración palmaria de las consecuencias de una política sin ética y sin corazón.
La desigualdad engendra miedo, el miedo violencia y la violencia inseguridad. Nuestro mundo será peor y nuestro maestro más desgraciado.
¡Excelente artículo, por la verdad que contiene y por la claridad con la que está expresada! Las élites extractivas siempre buscan legislar para su beneficio ofreciendo bocados envenenados de falsa libertad, con conciertos que arruinan los sevicios públicos, privatizando los recursos que no son de nadie porque son de todos, y, si tienen prisa, las manzanas podridas, amigas de los amantes de la fruta, defraudando torticeramente.
ResponderEliminarY en Granada, ¡Ojo! La especulación se acerca de la mano del nuevo PGOM.
Gracias por tu comentario. Habremos de estar pendientes del nuevo plan de urbanismo de Granada
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