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martes, 19 de julio de 2022

Magnanimidad

El Niño de las pinturas

La grandeza de ánimo, el desprendimiento y la generosidad son virtudes asociadas a lo que consideramos una persona magnánima, aunque este hermoso vocablo está en franco declive. 

Pues bien, hace unos días, recibí una sencilla lección de magnanimidad por parte de un desconocido... 

Esperaba mi turno en un cajero automático y lo vi llegar con su piel tostada, barba cana y una cartilla de ahorros en la mano. Balbuceó algo que no entendí, mirándome sonriente a los ojos y se apostó junto al cajero. Era un señor de rasgos magrebíes con más de setenta años. Este quiere colarse, pensé de inmediato. 

Cuando me tocó la vez, interponiéndose, y con marcado acento, me informó con naturalidad de que él solo quería sacar dinero. "Eso mismo voy a hacer yo" -dije entonces-; y me apresuré con decisión a poner mis manos sobre el teclado. Él permaneció con su cartilla en la mano, junto a mí. Demasiado junto, pensé. 

Mirándolo, desconfiado, de reojo, recogí mi tarjeta y mi dinero e inicié la marcha. Otros se habían incorporado ya a la cola. Entonces oí al anciano que me interpelaba con urgencia: "¿Puede ayudarme, por favor? Quiero sacar dinero y no sé cómo hacerlo"; a la vez que,  decidido, me ofrecía su cartilla. 

Yo desconocía que siguieran circulando cartillas de ahorros, esos vestigios de la antigüedad bancaria. Debí de introducirla mal por la ranura,  pues la máquina la escupió con un escueto "Cartilla defectuosa". El hombre no se desanimó: "Pruebe a meterla por la última página escrita". Con pudor la hojeé buscando esa página. Allí estaba su saldo que no me atreví a mirar. "Ahora sí. ¿Cuánto dinero necesita?", le pregunté indeciso. "Doscientos cincuenta euros". Marqué la cantidad, y el artefacto, muy correcto, que si expedía billetes de 50 o menores. "De cincuenta está bien", me dijo el hombre, que empezaba a caerme simpático. Y ahora, el código secreto. Le miré, sin atreverme a pedírselo. Él entendió. "Mi número es el...", y fue recitando despacio las cuatro cifras al desconocido que yo era. El cajero expulsó la cartilla y sirvió (vomitó iba a decir) el dinero. "Espere que lo cuente... -me dijo-, nunca se sabe con los bancos... Uno, dos... ¡Está bien!". "Adiós, amigo" -dije-. "Gracias y bendiciones, hermano", respondió.

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