Mirando por la ventana esta calle desierta, esta ciudad paralizada y silenciosa, quién diría que es la mañana de un lunes de marzo. Dieciséis días ya de encierro colectivo. Todo un país, un continente, el mundo entero confinado en casa, en arresto domiciliario. Las ciudades silenciosas están tristes, pero se oyen los pájaros, el ladrido de un perro, los pasos de un caminante solitario, la campana del reloj de la torre. Y huele a pueblo. En el solar abandonado frente a mi casa, la mediterránea higuera loca va verdeciendo junto al asiático ailanto, mostrando el vigoroso progreso de la primavera, sorda a nuestros avatares. Con versos de Martín Vivaldi en la memoria, los miro con gratitud. "Desde mis noches sin auroras, desde mi nueva y fría desesperanza, desde la ausencia, desde mi soledad, a ti, árbol despierto en la mañana, yo te saludo: ¡gracias!".
Y ahora, como en las veraniegas siestas de la infancia, me embarga la plácida sensación de que el tiempo y el mundo se han detenido. De que nada es tan importante, nada corre demasiada prisa más allá de dejarse vivir en un despreocupado olvido.
Así, de improviso, como estallan las grandes calamidades, ha llegado a nuestras vidas esta epidemia. Y también de improviso, rompen nuestras vidas, y lo que, hasta ese momento, habían sido la rutina y la seguridad de un hogar, los amigos o el trabajo, se desvanecen. Con lo puesto, nos vemos arrojados a un océano de incertidumbre y desgracia, y nos volvemos invisibles a los ojos de otros que siguen en su zona de confort sin sospechar que también para ellos, que nos cierran sus puertas con displicencia, acabará cerrándose la noche. Confío en que esta plaga nos haga avanzar hacia una sociedad mejor, pero la agorera sentencia de Sánchez Ferlosio adquiere una fuerza reveladora, y temo que vengan más años malos y nos hagan más ciegos.
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