El mismo miedo que observo en muchos de mis alumnos cuando deben
enfrentarse a un texto escrito, para leerlo, comprenderlo y comentarlo
críticamente, lo he visto en las calles de las zonas turísticas de Granada. Un viajero
se detiene ante la imponente belleza de la Alhambra y sus bosques vistos desde
el Paseo de los tristes, solitario aún en las primeras horas de esta mañana. Desenfunda
inmediatamente su móvil para hacer una foto o un vídeo. No es capaz de
permanecer quieto y en silencio (padece horror vacui); y, menos aún, de
entrar en diálogo consigo mismo ante esa grandeza. También sabe que no habrá
ocasión para contar a un familiar o a un amigo lo que vio o lo que sintió en
ese momento mágico, porque no habrá un oído dispuesto a escucharlo; o, de
haberlo, su falta de costumbre hará inútil el esfuerzo por enhebrar un discurso
eficaz para tan noble empeño descriptivo. Una foto o un vídeo resuelve la
cuestión sin más. Una imagen más que viajará por las redes y que,
inmediatamente, quedará reducida a escombro virtual y a espejismo de experiencia
para quien la hizo. Lenguaje y pensamiento son la misma cosa: Logos era
el término griego para referirse a ambos. Pero nos estamos quedando sin palabras. Somos una generación ágrafa, aléxica y afásica.
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