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Plaza Vieja de Andújar en los años 60 |
Mi padre era sastre, hombre serio, severo y siempre bien vestido. Tan cariñoso con su esposa y sus hijos, como adusto con los extraños y aun, en ocasiones, con los amigos. Muy atento y dedicado a hacer cuanto se podía esperar que hiciera un buen esposo, un cabeza de familia y un profesional de la sastrería. Siempre ponía exquisito cuidado y concentrada atención en lo que hacía, decía o decidía. Antolín era, pues, persona muy responsable.
EL diccionario de la RAE propone diversos sinónimos para el término "responsable", todos ellos laudatorios, lo que nos permite percibir la atávica aceptación social del mismo: la persona responsable pasa por ser cumplidora, consecuente, formal, seria, sensata, juiciosa, consciente y prudente. ¡Todo un ejemplo a imitar!
Sin embargo, la familia semántica de su antónimo lo constituye un elenco de palabras bien elocuentes, con una fuerte carga peyorativa, preñadas del poderoso descrédito social que ese término acumula: el irresponsable es indolente, imprudente, insensato, irreflexivo, inconsciente, loco, desorejado, valeverguista, yoquepierdista... ¡Vaya alhaja! Y, en los alrededores de su campo semántico, como términos afines, nos topamos con negligencia, abandono, desidia, descuido, dejadez, holgazanería, vagancia, pereza, desgana, inapetencia, inconstancia, desinterés, abulia, incuria, boludencia. ¿Quién querría vérselas con un tipo adornado con semejantes entorchados?
Mi padre, como cabía esperar, nos educó en una responsabilidad cuasi kantiana, que, luego, supimos transmitir a nuestros propios hijos. Recuerdo que Mari Ángeles, la primera maestra de mi hija —que entonces tenía sólo tres tiernos añitos— en una conversación con nosotros, ya pronunció la execrable palabra al advertirnos que nuestra hija era muy responsable. Creo que demasiado —apostilló—. Yo me pregunté en silencio cómo alguien podía ser responsable a tan corta edad. Pensé, para tranquilizarme, que solo sería una manera de hablar. Porque el comentario de la tutora, lejos de sosegarme, me ocasionó perplejidad y preocupación. Pero el tiempo le ha ido dando la razón a la sabia y perspicaz maestra.
Mi primera vivencia personal de esta virtud (?) fue también precoz, como, de nuevo, cabía esperar. Tuvo lugar a mis poco más de cinco años con el nacimiento de Antonio Gerardo, mi hermano pequeño. Sin saber cómo ni por qué, yo, a iniciativa propia, asumí la protección de ese niño indefenso. Y así fue hasta que él llegó a la adolescencia. Yo tenía ya diecisiete años y él doce. Demasiadas maravillas me aguardaban entonces fuera de casa como para ocuparme de mi hermano. Fue el único espacio de tiempo en que viví en una almibarada irresponsabilidad. Las suculentas urgencias vitales del instante me sustraían a los herrumbrosos imperativos morales. Además, proteger a un adolescente me parecía algo inviable. Sobre todo, si quien pretendía hacerlo era otro náufrago con espinillas. Me dejé el pelo y las patillas largas, me enfundé unos vaqueros, me eché al alcohol y el tabaco (aliñado, a veces), y, embriagado por el profundo aroma del azahar —verdadera música del abril andujano—, salí en busca de amigos y, sobre todo, de dulces y perfumadas amigas. Y así transcurrieron esos pocos años de remisión de condena.
Pues bien, cuando nació Darío, mi primer hijo, comenzé a confundir su nombre, de manera que a Darío lo llamaba Antonio y a este, Darío. No podía evitarlo, y ¡aún sigue ocurriéndome treinta y un años después! A nivel inconsciente mi mente debe de confundir el objeto natural de mi responsabilidad paterna con aquel bebé que, siendo yo mismo un niño, había tomado inopinadamente a mi cargo.
Para el hiperrresponsable (así, con tres erres), su peor juez es él mismo, de manera que el imperativo categórico* que, según Kant, la razón pura práctica, como magistrado imparcial e implacable, se autoimpone —la conciencia moral o superego en la versión freudiana— adquiere en él su más depurada, genuina y cruel expresión.
Por paradójico que pueda resultar, a las personas responsables nos es muy trabajoso ostentar cargos de responsabilidad y, sobre todo, salir de ellos indemnes. El afán de perfeccionismo, el deseo de agradar, el excesivo amor propio, la fidelísima sujeción a las normas, nos hacen sufrir en demasía, y podemos concluir nuestra experiencia gestora como el rosario de la aurora. Mi padre fue concejal y teniente de alcalde —sea esto lo que sea— del Ayuntamiento de Andújar durante la posguerra y, al no estar dispuesto a transigir con ciertos enjuagues, acabó teniendo que refugiarse durante una temporada en Madrid (donde tenía negocio y casa) por consejo del alcalde Tomás Escribano. Evitaba así caer víctima de las arteras artimañas que contra él tramaba un alto cargo del autocrático Régimen que no admitía contratiempos ni remilgos morales. Siempre nos recomendó con insistencia vehemente no entrar en política, pues, según nos decía, en ella solo anidan las malas artes.
A estos sujetos hay que liberarlos de la tiranía del deber que a sí mismos se imponen y que les persigue despiertos y aun dormidos todos los días de su vida, todos y cada uno de ellos. Hay que encomiarles en el dolce far niente, educarlos en una saludable y despreocupada indolencia y liviandad, haciéndoles ver que, a veces, es conveniente incumplir ciertas normas menores, aplazar compromisos, dejar pasar de largo algunos problemas, hacer lo contrario de lo que se espera que hagan y saber que es necesario aceptar sin amargura, con naturalidad, las críticas, el desapego, la disrupción, la entropía, los errores, las imperfecciones...
Y digo bien, todos los días de su vida. Cuando mi padre, con 92 años, yacía en su lecho de muerte en una larga convalecencia que le mantuvo lúcido, pero casi inmóvil durante siete meses, un médico amigo nos dijo que las personas como mi padre sentían el abrumador peso de la responsabilidad familiar hasta el final, y nos aconsejó que, utilizando las mejores y más amorosas formas, ensayáramos con él la última despedida, haciéndole ver, al mismo tiempo, que podía irse tranquilo, que todo estaba en orden para su partida... Así lo hicimos. Mi padre falleció en paz, mientras dormía, en la mañana del 8 de septiembre de 1997.
* "Obra según una norma de tal naturaleza que puedas desear que se torne en ley universal"; o, dicho de otra forma, que el único móvil de tu acción sea siempre el deber y nada más que el deber.