sábado, 13 de julio de 2024

Hacer que hacemos

Refiriéndose a Cataluña, un eximio presidente del gobierno español decía: “Me gustan sus gentes, su carácter abierto, su laboriosidad, son emprendedores, hacen cosas”.

Hacer cosas, así, en general, constituía para él una prueba de excelencia y buen carácter. Se sumaba a la alabanza general de la productividad (económica) como valor por antonomasia. Algunos pensamos, sin embargo, que quienes viven para el trabajo y el dinero son unos desgraciados que no distinguen valor y precio. Y mientras los unos buscan gozar de placeres gratuitos y bellezas que serenan y alegran el alma, estos permanecen los más de sus días y sus noches enredados en asuntos de dineros que no traen sino quebraderos de cabeza y no atraen sino a aduladores y falsos amigos. 

Porque, ¿y el placer de no hacer nada, el derecho a la pereza al que aludía en 1883 Paul Lafargue, irreverente con la ortodoxia del trabajo liberador como realización humana que defendía Karl Marx, su suegro? ¿Dónde quedan el inofensivo dolce far niente y el legítimo derecho a aburrirse?
Nos atosigan con el engendro del turismo activo y  la monetarización del ocio. No se busca el descanso, la relajación o la contemplación, sino que se promueve una actitud de agotadora actividad y consumo compulsivo. Se privilegia el valor de lo tangible, lo que se compra, se usa y se desecha. El cine, la literatura, la música, la humana curiosidad e incluso el amor y la felicidad quedan reducidos a meros productos mercantiles. Si te quedas en casa, engánchate a las redes y pide comida por Glovo, y, si sales, visita el McDonald's más cercano. Si viajas, entonces come y bebe todo el tiempo, y salta desde no sé donde para subir a no sé qué lugar, vadea un río, cabalga una ola, visita este o aquel sitio, y, sobre todo, compra, fotografia y súbelo todo a la red de manera que nadie se compadezca de tu mísera y aburrida existencia.  
El aburrimiento se demoniza. “Cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo”, nos advertían en nuestra infancia para que no nos dejáramos arrastrar por la resbaladiza pendiente del ocio que a nada bueno podía conducirnos.  
“Hacer no haciendo”, titula Muñoz Molina su columna de este sábado en El País. En ella nos remite a la sabiduría del taoísmo y el budismo,  así como al pacifismo gandhiano, que derrotó a todo un imperio a través de la inacción, y habla también de las ventajas de dejar la tierra en barbecho, improductiva durante un tiempo.

El guionista Rafael Azcona, cuyos ingeniosos textos supieron hacernos pensar y sonreír burlando la grisura del régimen franquista, le confesaba a un jovencísimo David Trueba que él encontraba el sentido de la vida cada mañana al desayunar. La sencillez de esa placentera experiencia cotidiana le confería un sentido, precario sin duda, a la existencia.  
Otro sabio, el malagueño Manuel Alcántara, con su chispa y perspicacia habituales versificaba en octosílabos todo un proyecto de vida: “A la sombra de una barca / me quiero tumbar un día, / echarme el mundo a la espalda / y soñar con la alegría”. Con tan solo cambiar ‘barca’ por ‘pino’ o 'fresno', pongamos por caso -para respetar la métrica-, ya tenemos un buen programa existencial para quien no viva cerca de la costa.

Para Juan Escoto Eriúgena, filósofo y músico irlandés del siglo IX, el amor y la alegría que este nos regala consisten en el cese de todo movimiento. Es el elogio de la quietud, que es inacción, mas también silencio.
Hoy, el filósofo coreano Byung-Chul Han se refiere al "infierno de lo igual” al que nos aboca la homogeneización del mundo, resultado del consumismo globalizado. Los títulos de sus obras, con recientes ediciones en español, son suficientemente expresivos: La expulsión de lo diferente o Vida contemplativa. Elogio de la inactividad.
Por paradójico que resulte, escapar de ese mundo enloquecido sin diferencias, relieves ni matices exige contrarrestar esa fuerza centrífuga, exacerbada ahora por el yo virtual, que nos impele a salir y desgasta nuestra voluntad, y quedarse en el sitio para centrarse en uno mismo. Y eso requiere cierta disciplina y entrenamiento, pues no es posible hacerlo sin la calma, la soledad y el desprendimiento que precisa cualquier reflexión de mediana altura.
Hay, pues, que resistirse a esa afanosa y compulsiva disposición en que nos quiere enfangados el capitalismo neoliberal, que ejerce su poder con múltiples rostros, el mediático, el religioso, el económico, el militar y el político. El neocapitalismo ha hecho realidad los terribles peligros del paradigma soviético anunciados por George Orwell en su distópica 1984, como son el omnipresente Gran Hermano que nos vigila, la supresión de toda lengua libre o la universal igualación en la estulticia. De ahí que regímenes teóricamente marxistas como China lo abracen con ejemplar devoción. 

El filósofo y matemático Blaise Pascal nos advertía ya hace más de trescientos años de que buena parte de nuestros problemas proceden del hecho de no ser capaces de permanecer en nuestra habitación sin hacer nada. El confinamiento en nuestros hogares durante los meses de la pandemia del COVID fue un ejemplo práctico de lo mucho bueno que nos proporciona seguir el consejo pascaliano. Dejar de hacer, borrarnos, desaparecer de la permanente exposición pública. Pongámonos en barbecho como tierra calma. Probemos a hacerlo, aunque solo sea durante veinticuatro horas en estos días de canícula.  

Para Albert Camus la vida de cada día, con sus pequeños goces y placeres sencillos, vale más que un paraiso. En especial, que esas alambicadas arcadias que nos esperan tras recorrer miles de kilómetros en atestados aviones o barcos contaminantes, o tras gastar miles de euros en adquirir algunos de los productos hoy venerados, sea un coche, una segunda residencia, un móvil de última generación o un paquete vacacional en clase VIP.  

Por otra parte, junto a esta hiperactividad y a ese hacer no haciendo, convive una estrategia de imagen, que podemos bautizar como “hacer que hacemos”, muy del gusto de muchos de nuestros políticos. Se trata de cambiar cosas que tengan alta visibilidad para que todo permanezca igual, según el viejo principio de Lampedusa.  

Veamos un ejemplo. “La Diputación de Granada ha presentado la nueva línea de trabajo en la lucha contra la despoblación en municipios granadinos”, titula un diario local. El plan consiste en invertir más de un millón de euros en construir parques públicos en pueblos amenazados con quedar desiertos. ¡Claro, parques es justo lo que necesitan los pueblos que pierden vecinos! Algún resabiado pensará que sería mejor destinar esa cuantiosa suma de dinero a instalar wifi por satélite con acceso gratuito, o un consultorio médico o tal vez una escuela rural. Pero el proyecto estrella de muchos de nuestros ayuntamientos es hacer obras, en lugar de abordar de una vez los cambios estructurales que se precisan para mejorar el acceso a la vivienda, la movilidad, o los servicios públicos. Y es que hacer obras permite al primer o primera edil aparecer trajeado y sonriente en los dopados medios de comunicación y,  tal vez, entablar relaciones con empresarios que luego podrán devolverles el favor. Y, sobre todo, hacerse fotos, sea al colocar la primera piedra, al visitar el desarrollo de las obras o al cortar la cinta el día de la inauguración.  


Frente a toda esta vorágine del hacer, el producir, el viajar, el consumir, el tomar y subir fotos o el hacer que hacemos, estaría bien detenernos en nuestro paseo unos minutos a contemplar el plácido discurrir del agua en el cauce de un arroyo o la serena fachada de una iglesia románica, a escuchar el trino de un pájaro o a observar el alegre y despreocupado gesto de un niño jugando. Pero procurando, sobre todo, no fotografiar ninguna de estas escenas, dejándolas, más bien, dormir en nuestras mentes como un humus nutricio. Tal vez, se abrirían nuestros ojos, nuestros oídos y hasta los poros de nuestra piel.  
Cuando se sienten amenazados, algunos animales se hacen el muerto. Hay aves, mamiferos y hasta reptiles que lo hacen, lo que demuestra su extraordinaria antigüedad y su valor para la supervivencia. Esa parálisis como estrategia de defensa nos enseña que lo mejor a veces es no hacer nada. Tal vez deberíamos todos hacernos el muerto frente a la voracidad del capitalismo y sus redes, y ante la tiranía de la imagen y la futilidad de quienes mandan. Esa podría ser la ocasión para comenzar a abrir un vano que nos dé acceso tanto a nuestra voz interior como a una experiencia cognoscitiva emancipadora a través de un trato más directo con el mundo, con una realidad con menos velos, más diversa, poliédrica y luminosa.  

www.filosofiaylaicismo.blogspot.com

4 comentarios:

  1. Qué acertado en todas tus palabras, Ángel.
    Parar y contemplar, detenernos a oler esa flor que nos saluda con sus bellos colores y su olor. Alejarnos más del mundo táctil y del narcisismo atroz del "yo", "mi", "me", "conmigo"...
    Aprender a frenar la rueda de hámster en la que a veces, creyendo que no nos queda más remedio, estamos completamente inmersos.

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  2. Sí, hay que resistirse para vencer. Y hacerlo con paciencia,con compasión y con austeridad. Gracias, amigo o amiga anónima por tu comentario.

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  3. Enhorabuena por la hondura y la alegría de vivir contenidas en estas palabras. Agradecido además por la belleza que me aportan en estos momentos en que mi barca está varada y la sombra de mi pino o de mi fresno es el roce agradable de unas sábanas.
    Las hago mías, compañero.

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    1. ¡Cuánto me alegra que mis palabras te den consuelo en la tribulación (o en la tributación, me corrige el tonto Google)! También las tuyas, tan hermosas, me lo dan a mí. ¡Gracias!

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