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El Niño de las Pinturas. Realejo (Granada) |
Por
KIKO GARCÍA WIEDEMANNTan sólo los malvados y los ingenuos consideran que ellos mismos son los autores de su destino. El resto, azacaneamos con el abanico de posibilidades que ofrece la desesperación para aquietar el alma al comprobar, una vez más y siempre, que son las cosas y los momentos los que nos eligen. Desde lo más nimio y trivial a lo más profundo e insondable, serás aquello que te eligió. Serás.
Entre el deseo y el desprecio, el pantalón te mira desde la luz transparente del escaparate, diciendo con suficiencia, «ese pavo es para mí». Lo mismo hace un coche y las chicas del fin de semana. Hasta tu madre, absorta en los trajines de las jornadas inagotables, a veces te mira como si fueras un extraterrestre que la hubieras elegido sin saber muy bien no sólo por qué, sino, sobre todo, para qué.
Tampoco se elige saberlo. Pero en los días fríos que muestran la cara hueca del vacío, lo comprendes con tan innegable claridad que tan sólo dan ganas de cerrar los ojos. Porque nada hay más triste que la tristeza.
La vida te elige, te trocea, te ajusta, uniforma y disuelve en miles de vidas. Quieto en el círculo infernal de un avispero furioso, cada picadura te descubre el espacio de lo que eres. Al final, tan sólo dos muñones enfebrecidos que intentan aliviar el dolor intolerable. T. W. Adorno dejó escrito un párrafo que siempre me deja atónito: «La vida, mientras lo sigue siendo, pone en evidencia la falsedad de tal escisión; en el lenguaje, la del pensar, el sentir y el querer. Ningún pensamiento lo es, o es algo más que tautología, si no quiere también algo; ningún sentimiento y ninguna voluntad es más que fugaz emoción sin el elemento del conocimiento». No puedo dejar de temblar cuando la voz íntima del alma me repite una y otra vez: «La vida, mientras lo sigue siendo...»
Las líneas de T. W. Adorno son la exposición más breve que conozco de situar el problema fundamental del ser humano. No vale que a cualquier cosa la llamemos vida; el hecho de vivir no queda garantizado por la simple reproducción vegetativa de las miserables funciones sociales o biológicas. En sus propias palabras queda, sin duda, mejor dicho: «La vida, mientras lo sigue siendo...». Porque hay un momento que, aunque nos cuesta identificar, existe con una brutalidad imposible de cuestionar: ¿Cuándo deja la vida de ser? Empédocles, 2300 años antes que Adorno, dejó dicho: «Hasta que los mortales vivan lo que ellos llaman vida, hasta entonces ellos son, con sus afanes y sus alegrías; pero antes de que se formen como mortales y después de que se disuelvan, son nada».
La sabiduría griega, fundadora de Occidente y cada vez más olvidada, conocía de un modo inmediato algo que parece estúpido tener que recordar: la vida del ser humano sólo es vida en tanto que permanece lo humano en ella, ... mientras lo sigue siendo. Pero no nos lo ponen fácil. Más aún, les interesa ponérnoslo muy difícil. Y peor, a día de hoy, en el luminoso siglo XXI, creemos irracionalmente que jamás en la historia de la Humanidad se ha vivido mejor. Sin pudor, nos hablan de la sociedad del ocio y del tiempo libre, del momento histórico en que vivimos como la culminación de la mayor prosperidad y bienestar del ser humano. Sin embargo ....
G. K. Chesterton consideraba que no debía confundirse el ocio con la libertad, pues la presencia del primero no asegura la disponibilidad de la segunda. La habitual confusión entre ambas se debe, según Chesterton a que la palabra «ocio» es utilizada para describir tres cosas diferentes: a) poder hacer algo, b) poder hacer cualquier cosa, c) poder no hacer nada». Poder hacer algo, afirmaba, era la forma más común de ocio. La segunda, la libertad de ajustar lo que uno desea dentro del tiempo de ocio, está más restringida, y tiende a limitarse a artistas y otros creadores. Sin embargo, la tercera era su favorita ya que permitía la inactividad, que para Chesterton era la verdadera forma de ocio.
Witold Rybczyniski (Esperando el fin de semana) ha rastreado la historia del tiempo libre hasta nuestros días. El momento de mayor tiempo libre fue conseguido antes de la Depresión americana. Durante la Depresión, tanto los patronos como el gobierno de Roosevelt se opusieron a la semana de treinta horas, y la Ley de la Recuperación de la Industria Nacional terminó con la idea de la disminución del tiempo de trabajo. Antes de la Depresión, un estadounidense que trabajaba cuarenta horas semanales estaba en el lugar de trabajo menos de la mitad de las 5.840 horas en que se hallaba despierto, y el resto del tiempo estaba libre. Cien años antes, el trabajo ocupaba dos tercios de las horas en que una persona estaba despierta. Sin embargo, esta reducción no es significativa pues se hace en el contexto de la Revolución Industrial que supuso el más alto número de horas trabajadas hasta el presente. En una comparación con periodos históricos anteriores, la conclusión es otra: los romanos del siglo IV dedicaban al trabajo menos de un tercio de las horas en que estaba despierto; en la Europa medieval, el año laboral se reducía a menos de dos mil horas.
Las horas laborales llegaron al límite inferior durante la Depresión, y luego comenzaron a subir nuevamente: en 1948, el 13% de los estadounidenses con jornada completa trabajaban más de 49 horas semanales; en 1979, esta cifra había aumentado a un 18%; en 1989 de los 88 millones de estadounidenses con jornada completa, el 24% trabajaba más de 49 horas semanales. Staffan Linder (The harried leisure class) ha puesto de manifiesto esta paradoja: a mayor riqueza, menor tiempo libre. En las sociedades prósperas, existe un conflicto entre la promoción de bienes de lujo en el mercado y el tiempo libre del individuo. Así, cuando se redujo por primera vez el horario laboral, casi no había bienes de lujo disponibles para el público en general, y el tiempo libre era dedicado al ocio. Con el crecimiento de la llamada «industria del ocio», la gente tenía que elegir entre más tiempo libre o más gastos; si un individuo desea dedicarse a actividades costosas (esquiar, navegar, etc.) debe trabajar más, es decir, cambiar las horas libres por horas extras o coger un trabajo adicional. La mayoría de las personas prefieren gastar a tener más tiempo libre. Linder muestra cómo el crecimiento económico ha provocado falta de tiempo, y cómo el aumento de los ingresos per cápita no es necesariamente un signo de prosperidad (la gente gana más porque trabaja más); y un gran porcentaje del tiempo libre se está convirtiendo en lo que él llamó «tiempo de consumo», y refleja un cambio del ocio de «tiempo intensivo» a ocio de «bienes intensivos» (los estadounidenses gastan más de trece mil millones de dólares anuales en vestimenta deportiva; en otras palabras, mil trescientos millones de horas libres son cambiadas por vestimenta para actividades relacionadas con el tiempo libre; en 1989, para pagar estos lujos, el 6,2 % de los trabajadores -el porcentaje más alto alcanzado hasta entonces- tenían otro trabajo adicional de menos horas).
La condición indispensable de una vida que merezca tal nombre, que no sea el amasijo intolerable que nos ofrecen, es el tiempo. La raíz última de la explotación y la esclavitud es esa: que te roben el tiempo. Y el tiempo no sólo te lo roba el patrón que te explota o el sistema capitalista que no te paga lo que vale tu tiempo, sino, también, toda esa gente molesta que te come el tiempo, y, por tanto, la libertad, y, por tanto, que te comen la vida. La primera cosa que hay que hacer en la vida cuando aún no estás muerto es defender y buscar tu tiempo, para buscar tu libertad, para buscar tu vida (incluso para no hacer nada, como Chesterton señalaba).
Después, para seguir haciendo cosas en la vida mientras aún no estás muerto, quizás sería bueno seguir la duda que planteaba el poeta inglés William Auden: Sé que estoy en el mundo para ayudar a los demás. Lo que aún no sé es para qué están los demás.
Y para poder averiguarlo hay que tener tiempo, tanto tú como los otros. Es posible que al final no pueda descubrirse el sentido de nada, pero entonces lo hermoso y único que nos acompañará a la muerte última será el placer del tránsito, la innegable alegría de haber vivido una vida plena que en sus aciertos y errores fue elegida por uno mismo.
... Porque hay que hacer tantas cosas en la vida cuando aún no estás muerto.
KIKO GARCÍA WIEDEMANN