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domingo, 31 de octubre de 2021

¿A quién ofende la filosofía?

            

Museo José Guerrero (Granada)

Por KIKO GARCÍA WIEDEMANN

       Hoy, día de los difuntos, no está de más recordar a ese cadáver llamado filosofía. Algunos querrán creer que sus restos habitan en marmóreos y alambicados panteones, con remates de exquisitos frisos y abundantemente fragados del aroma de las flores más frescas y bellas. Pero en realidad los restos nimios de la filosofía habitan en un humilde túmulo de tierra apenas visible. Y está bien que así sea, porque si los filósofos no han sido humildes (y no lo han sido en abundancia), en cambio la filosofía ha sido el más humilde de los productos que ha fabricado el hombre. No es humilde, como muchos puedan o quieran pensar, porque no produce nada, por esa especie de alejamiento del rendimiento económico, estético o práctico, que con reiterada insania nos inculcan desde muy pequeños (has de ser un hombre de bien, o sea un hombre que produce bienes -materiales, espirituales, etcétera). La humildad de la filosofía radica en su íntima convicción de que no es nada, de que su ambición y anhelo está destinado a la desaparición casi inmediata tras su enunciación. Por eso no pide público, mientras que el resto de las actividades humanas están pensadas, fabricadas y destinadas al público, a que alguien las admire o posea. ¿Cómo se puede poseer la filosofía, dónde la podríamos albergar sin que se escapara inmediatamente de la ilusa cárcel de la propiedad?, ¿qué rendimiento le podríamos sacar a quien es hija de la negación del rendimiento?, ¿qué utilidad podría tener aquello que niega cualquier utilidad?

            Hoy día de los difuntos, ante este pequeño túmulo apenas relevante, se agrupan unos cientos o miles de desconocidos que tampoco quieren darse a conocer ni tan siquiera a sí mismos. Se han reunido sin reunirse porque están en un lugar que no tiene espacio, que vive sostenido en una ilusión difusa y un proyecto que se sabe inacabado, inabarcable, imposible, fatal, al fin. De nuevo y otra vez más, el poder y los poderes (los grandes y los pequeños, los que habitan en la ambición inane de los consejos de administración y de gobierno, pero también aquellos enquistados en la parte más vil y envidiosa de todo ser humano que tan sólo aspira a que nada pueda distraer la única noción y sentido de la realidad pacata) quieren borrar del espacio y de la memoria este pequeño túmulo, quizás para erigir una de esas grandes y útiles obras que tanto y tan inmediatamente benefician a la humanidad.

            Pero, si los filósofos son y han sido vanidosos, lo que sí ha sido la filosofía es caprichosa. O de otro modo: la filosofía es un capricho. Y como todo capricho es un lujo. Pero quizás el único lujo que no genera una economía del lujo, tránsito exponencial de un beneficio sobre un objeto absurdo y ridículo. ¿Fue y es un capricho necesario?, ¿es, en el fondo, el capricho necesario? Sí y no. Si no fuera necesario aún estaríamos asando al calor de una salvaje lumbre un lomo de mamut, y, sin embargo, celebramos en las pantallas y portadas chillonas y en los paladares exquisitos la labor encomiable de los más altos y bajos cocineros, degustamos con refinado deleite cada nueva aportación a nuestros queridos sentidos, que son eso tan inmediato que nadie puede dejar de ser. Pero desde el punto de vista de la ingesta o input calórico, tan necesario, aunque sólo sea para levantar una ceja de asombro, el refinamiento es completamente desechable (como muestra ese rotundo éxito de lo que vienen a llamar dieta paleolítica).

            Un capricho necesario, ¿de qué tipo?, ¿a qué fin? En primer lugar, ya lo hemos indicado, es un capricho solitario, no van los filósofos por ahí (al menos los de verdad, no las mediáticas estrellas de casi cualquier cosa) reclamando la atención del público, haciendo alambicadas piruetas para gozo y disfrute de la vanidad propia y ajena. Es un capricho que les pide el cuerpo, que necesita su propio cuerpo y que, más tarde, ofrecen sin espera de recompensa ni honores a los demás por sí, en algún caso y momento, les fueran modestamente útiles. Todos aquellos que han pensado como filósofos (y que no necesariamente lo han sido) han dejado sus etéreas reflexiones para el disfrute o dolor de los demás. Es una generosidad extraña, a la que no está acostumbrada el mundo que en todo quiere hacer una lista del debe y del haber y que sueña con que la casilla del beneficio salga en números azules.

            Porque pensar es un lujo y querer pensar una ambición desbaratada desde el inicio. Aquí, es cierto, radica uno de los modos de la inquina común hacia la filosofía, pues si todos somos iguales (y los filósofos han luchado como nadie para que tal idea se plasmara en nuestras realidades) todos los pensamientos han de ser iguales (en mérito y capacidad, dirían nuestros tecnócratas al uso) y tanto valor ha de tener el pensamiento de Agamenón (que la verdad no pensaba demasiado) y la de su porquero (que seguramente tenía más elevados y mejores pensamientos que el señorón de su amo). Pero, también al contrario, ¿por qué estos señores tan sesudos reclaman sólo para sí y su labor el digno nombre del pensar y el pensamiento cuando ellos no mandan cohetes a la luna ni inventan vacunas salutíferas donde las haya? Algún filósofo ha dicho (y muchos lo han pensado) que la ciencia no piensa. Cada uno puede desmenuzar la frase con bien le plazca, extraer el sentido o sinsentido que en ella pueda encontrar. Pero lo que sí deberíamos es ir un poco más allá de la afirmación misma y no contestar rápidamente con un sí o un no. Porque de lo que se trata es de saber qué es pensar, o, al menos, de intentarlo. La ciencia (las ciencias) piensa y mucho, y no debe hacerlo mal a la vista de sus resultados (y de sus desastres manifiestos como muestra el horror de tanta muerte cruel e innecesaria como ha provocado su aplicación malsana y salvaje). Además, a poco que conozcamos a algún científico (grande o pequeño, meticuloso o disparatado) nos daremos cuenta de que piensa bien y claro, que es rotundo en lo que sabe y acierta con denuedo. Pero también veremos que hay algo que falta en su pensamiento y eso es el pensar mismo. Si la ciencia, el logro supremo y más inteligente del hombre sobre la tierra, no piensa, ¿cómo podríamos reclamarle al más común de los hombres que lo hiciera? Y esos hombres comunes (científicos, políticos, banqueros, sopladores de vidrio o de cualquier cosa) han decidido de nuevo que el viejo y austero túmulo ha de ser desmantelado. ¿Qué beneficio pueden sacar nuestros hijos de las locuras de esos filósofos?, ¿no habrían de perder el seso como el buen Quijano ante tanta majadería inútil? Y aquí es difícil descifrar si es inútil por majadera o la majadería radica precisamente en su inutilidad. Quizás hay otro modo de solventar esta encrucijada, disparatado, quizás, pero también interesante de transitar: ¿a quién te llevarías a una isla desierta al CEO de la mayor empresa de lo que quieras del mundo o al bueno de Don Quijote? Este sería un buen test para ver la catadura humana de quien lo responda. Nadie podría dudar de la eficacia del CEO a la hora de contabilizar los cocos de las palmeras que nos dieran sombra, ni de su pericia a la hora de repartir las escasas vituallas de las que nos tuviéramos que alimentar. Pero al caer el sol, sentados en la arena de la solitaria isla, serán las locuras del Quijano las que nos saquen de la precariedad absoluta de nuestra soledad, mientras nuestro CEO particular se dedica a perorar sobre como habríamos de organizar la semana en su forma más efectiva y eficiente.

            Son los pequeños CEO’s que habitan en cada uno de nosotros los que no quieren ver ni saber de la filosofía ni en pintura. Y les molesta radicalmente que tanto tiempo y esfuerzo se sepa baldío desde su comienzo. Pero eso la tropa de la filosofía ya lo sabía y desde siempre sospecho que estaba condenada al exterminio. También sabía que no iban a cejar en su empeño y que, aun cuando pudieran borrar el último atisbo del pensamiento del pensar y de pensar el pensamiento, en algún momento y en cualquier rincón un jovenzuel@ miraría las estrellas, el horizonte o la profundidad lejana de un mar tan igual y distinto siempre y empezaría de nuevo la manía del pensar.

            Es un lugar común decir que la filosofía son preguntas y que las respuestas para un filósofo tan sólo son el inicio del peldaño de una nueva pregunta. Son como niños, pues los niños no paran de preguntar. Y qué triste es la vida sin niños, sin la infancia eterna que habita en nuestra memoria más íntima y querida. La filosofía ofende porque el mundo (y los papanatas que lo dirigen) tiene la soberbia admirable del adolescente (que tanto odia ser niño), la resolución práctica del adulto (para el que todo lo de los niños, incluido el juego, es una pérdida de tiempo), y la desesperada convicción de la inutilidad del anciano que ya sólo tiene ojos para su muerte.

            Pero, lo que no saben es que sólo ofende quien puede, no quien quiere.

KIKO GARCÍA WIEDEMANN