Si la historia no fuera siempre una teodicea cristiana disfrazada, si se hubiera escrito con más justicia y más fervor de simpatía, estaría muy lejos de poder prestar hoy el servicio para el que se emplea, a saber, como opio contra toda tendencia revolucionaria e innovadora.
NIETZSCHE, Consideraciones intempestivas, 3, IV
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domingo, 27 de abril de 2014
jueves, 10 de abril de 2014
Todo lo que era sólido
Vengo de leer la última obra de
Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido (Seix Barral. Barcelona, 2013). Su autor, emulando al Tábano
ateniense, se embarca en una reflexión lúcida, rebelde y, en
Antonio Muñoz Molina |
Muñoz Molina
indaga en las causas de esa estafa moral y muestra la sensación de extrañeza de
quienes no se suman al fiestorro de lo folclórico, de lo cañí-autonómico, a los
fastos del nacionalismo legañoso (el españolista o el de los otros), a romerías
y procesiones o a funerales de Estado.
El diálogo
sereno de las ideas, atento a las razones del otro y sujeto a las normas de la
honestidad intelectual en la búsqueda generosa del bien común, ha dado paso a
un guirigay de monólogos simultáneos que no sostienen ideas sino creencias con
argumentos tan efectistas como falaces, del tipo “y tú más” o “si me atacas no
eres patriota”.
El darwinismo
social, el triunfo de los fuertes, es la clave del neoliberalismo que todo lo
impregna: la lógica depredadora y competitiva de los negocios se pretende
trasladar a la educación y a la sanidad. Se criminaliza a los ciudadanos que se
manifiestan en las calles para expresar su disidencia, se silencia el arte
crítico y alternativo, se arrolla al periodismo independiente. Crece la
exclusión de los pobres y los inmigrantes, al tiempo que se acrecienta el
discurso de la caridad o el limosneo compasivo que sustituye a la exigencia de justicia
social.
Las razones
para el desencanto son muy variadas.
Duelo a garrotazos (Goya) |
Tenemos
un país esquilmado por el latrocinio canalla de algunos y la incompetencia culpable
de otros. La decadencia moral e intelectual de nuestros dirigentes contrasta
con esa laboriosidad
honesta de la ciudadanía que, cada vez más harta, se aleja de las urnas: éstas
son las dos Españas, no las que añora el
discurso en blanco y negro de Rouco y sus adláteres.
discurso en blanco y negro de Rouco y sus adláteres.
Cuarenta años
después de la muerte del dictador, decenas de miles de víctimas del franquismo
siguen sepultadas en escondidas fosas comunes, mientras en calles, plazas e
iglesias permanecen incólumes placas, estatuas y panteones en homenaje a sus
verdugos; y cuando los hijos, nietos o hermanos de esos muertos amordazados
claman justicia, se les llama resentidos y oportunistas desde el partido en el
gobierno, pues, al parecer, son ellos quienes deciden qué víctimas son genuinas
y cuáles no lo son.
Vivimos en un país arruinado donde
quienes menos tienen han hecho sacrificios que no podían, mientras la Iglesia
sigue sin pagar el IBI de su inmenso patrimonio, o el impuesto de
transmisiones; un país sin aliento cuyo erario público sostiene a una familia
real convertida ya en impávida esfinge, tan inútil como gravosa. Donde no hay dinero para salvar a los
desahuciados, a los parados o los estudiantes, brotan multimillonarias
subvenciones para la banca (que desahucia a quienes no pueden ya pagar su casa
y ahoga con su usura a quienes mantienen aún su devaluado salario) o para los
dueños de unas autovías que nadie necesitaba; donde se suspenden las ayudas de
acción social, se mantienen las subvenciones a carísimas y hueras televisiones
autonómicas o locales, convertidas en púlpitos de la peor casta política y en
escaparates de souvenir de las culturas vernáculas.
El Roto (El País) |
En tan sólo
unos días veremos a nuestros alcaldes y concejales, de uno y otro partido,
contonearse solemnes en las cabeceras de las procesiones de Semana Santa, en
una renovada escenificación de la sempiterna simbiosis que otorga votos y
prestigio a quienes, sin escrúpulos, colocan el poder civil (que si es
democrático, es laico) al pie del altar.
Éstos y otros
lamentos resuenan en las lúcidas y desesperanzadas páginas de este libro que
sólo confía en la revolución operada a través de los principios cívicos, la
conciencia formada y una educación pública de calidad para todos. Proyectos de
altas miras, complejos y que no ofrecen la cosecha inmediata a que aspiran los
tarambanas encorbatados que nos gobiernan y una parte de la ciudadanía que
carece del hábito imprescindible de la reflexión.
Pero, pasen,
pasen y lean...
Me acuerdo de un Viernes Santo,
en Úbeda, quizás en 1973 o en 1974. Encerrados en casa de alguien un grupo
pequeño de amigos leíamos por turno en voz alta y comentábamos un documento
clandestino, el Manifiesto-Programa del Partido Comunista. Discutíamos sentados
en el suelo porque nos parecía menos burgués que sentarnos en sillas o en
sofás. Dilucidábamos el significado de la Huelga Nacional Pacífica o de la
Alianza de las Fuerzas del Trabajo y de la Cultura. A pesar de nuestra cautela
teníamos que levantar las voces para entendernos -en la calle, debajo de la
ventana, estaba discurriendo una procesión de Semana Santa, con gran estrépito
de trompetas y tambores-. Reunidos en aquel cuarto lleno de humo de tabaco en
el que imaginábamos el porvenir con impaciencia apasionada, nada podía
resultarnos más lejano que el espectáculo que sucedía en la calle. En la
cabecera de la procesión las autoridades del ayuntamiento y de la Falange
marchaban al unísono con los curas, escenificando la alianza entre el poder
político y la iglesia tan impúdicamente como cuando el dictador entraba bajo
palio en una catedral.
Cinco o
seis años después de aquella tarde de Viernes Santo, en 1979, en el
ayuntamiento de nuestra ciudad gobernaba un alcalde socialista, el primero
después de la Guerra Civil. Era un hombre de pelo blanco y aire apacible, el
sastre al que iba mi familia a hacerse los trajes formales de las bodas y los
entierros. Se llamaba José Gámez, y cuando yo era niño lo rodeaba una confusa
leyenda de persecución política. Que un hombre con aquella actitud de absorta
mansedumbre hubiera estado en la cárcel era una de esas incongruencias que
causan intriga en la imaginación infantil. Era <>, decían
los mayores.
El Roto (El País) |
José Gámez,
socialista austero, republicano laico que jamás quiso cobrar un sueldo como
alcalde y que iba cada mañana al ayuntamiento dando un paseo desde la casa
modesta en la que había vivido siempre, cumplió sus cuatro años de mandato y no
volvió a presentarse a las elecciones. Se había pasado la vida esperando el
regreso de la democracia y manteniendo una solitaria dignidad a través de los
años negros de la tiranía, pero cuando la democracia vino y su partido pasó de
la ilegalidad al poder en un plazo muy breve Gámez descubrió que no había sitio
para la gente como él. Al nuevo alcalde, también socialista, mucho más joven,
le faltó tiempo para restablecer toda la pompa antigua de la participación
municipal en las procesiones: y no sólo las de la Semana Santa, sino también la
del Corpus Christi, y la de la Virgen Patrona.
El alcalde
socialista de Granada, el profesor que retrasaba un mandato tras otro la vuelta
a la universidad, se vestía de gran gala y de collar de oro para subir a la
Abadía del Sacromonte a la cabeza de la corporación municipal y besaba con
unción el pequeño cofre que contiene las reliquias de san Cecilio. El dirigente
socialista andaluz José García de la Borbolla declaraba en una campaña
electoral que si salía elegido como alcalde su mayor ilusión era presidir la
procesión del Corpus. Igual que había hecho el Generalísimo, el Rey Juan Carlos
I se arrodillaba cada año en la catedral de Santiago ante la estatua del
Apóstol. Los concejales comunistas de Málaga se declaraban partidarios de la
insumisión contra el servicio militar y al mismo tiempo protestaban porque los
soldados de la Legión habían dejado de desfilar junto a los tronos de la Semana
Santa. Durante la Semana Santa la televisión pública andaluza empezó a
transmitir en directo y sin descanso procesiones, cosa que no había hecho nunca
la televisión franquista.
La religión
ya no era el opio del pueblo. La religión era ahora una parte de las culturas
vernáculas, de las identidades colectivas inmemoriales que era preciso rescatar
o preservar: incluso inventar, si era preciso, y literalmente al precio que
fuera; porque ahora el dinero público que había empezado a fluir con tanta
abundancia y a financiar tantos simulacros, fiestas, protocolos, solemnidades,
efemérides, también se dedicó a pagar las facturas crecientes de las
celebraciones católicas. Por cobardía ideológica, por falta de verdaderas
convicciones laicas, por oportunismo electoral, la izquierda en el poder se
volvió cómplice de las liturgias aparatosas de la iglesia y secundó y
fortaleció su ocupación de los espacios públicos.
Debajo del
carnaval de todas las entrañables fiestas y tradiciones católicas se esconde
uno de los mayores expolios y de los mayores escándalos de la democracia
española: con dinero público se subvenciona al cien por cien la enseñanza
religiosa; las escuelas religiosas privadas se sostienen con los impuestos de
todos. En financiar el privilegio y la educación religiosa se van los fondos
que por ser de todos deberían sostener la enseñanza pública.
Era
misterioso que una izquierda que venía del laicismo de la II República abrazara
con tanta convicción las celebraciones de la Iglesia, y aceptara tan
servilmente respetar cada uno de sus privilegios.