viernes, 5 de agosto de 2016

Sobre terrorismo árabe (y la guerra franco-argelina)

            Albert Camus, tan francés como argelino, escribe, con la brillantez,
Exposición sobre A. Camus en
Cité du Livre (Aix-en-Provence)
Imagen: autor del blog
profundidad y lucidez intelectual que le son propias, sobre la guerra franco-argelina, sobre el conflicto entre dos culturas condenadas a convivir, sobre el terrorismo árabe y la represión francesa. Se trata de una carta que escribe a Kessous, un periodista y socialista árabe argelino que defiende la independencia de su país, pero lo hace por vías pacíficas. Camus subraya lo mucho que les une por encima de las evidentes diferencias, y aboga por el diálogo, la comprensión respetuosa de las razones del adversario, la justicia y la libertad como instrumentos indispensables para edificar una convivencia pacífica y fructífera. El contenido del escrito es de máxima actualidad, aunque hoy los golpes terroristas se ejecutan también en suelo francés y europeo. Pero las raíces del actual conflicto y sus características son casi hermanas a las de los años cincuenta del pasado siglo.  

            “Mi querido Kessous, he encontrado sus cartas a mi vuelta de vacaciones y temo que mi aprobación llegue demasiado tarde. Sin embargo, tengo necesidad de transmitírosla. Me creerá fácilmente si le digo que padezco de Argelia, en este momento, como otros padecen de los pulmones. Y, después del 20 de agosto (graves y sangrientos disturbios al norte de Argelia), estoy al borde de la desesperación.
Suponer que los franceses de Argelia pueden olvidar hoy las masacres de Philippeville (hoy, Skikda, ciudad del noroeste argelino) y de otros lugares, es no conocer el corazón humano. Suponer, inversamente, que la represión una vez desencadenada, puede suscitar en las masas árabes  confianza y estima hacia Francia, es otra forma de locura. Henos aquí, pues, empujados los unos contra los otros, abocados a hacernos el mayor daño posible, inexorablemente. Esta idea me resulta insoportable y envenena cada uno de mis días.
Y, sin embargo, usted y yo, que nos parecemos tanto, también culturalmente, y compartimos la misma esperanza, fraternales desde hace tanto tiempo, unidos en el amor que sentimos por nuestra tierra, sabemos que no somos enemigos y que podríamos vivir felizmente juntos, sobre esta tierra que es la nuestra. Pues es la nuestra y no puedo ya imaginarla sin usted y sus hermanos; y usted, sin duda, no puede separarla de mí y de los que se me asemejan.
Usted lo ha dicho muy bien, mejor que yo lo hubiera podido decir: estamos condenados a vivir juntos. Los franceses de Argelia, en cuyo nombre le agradezco haber recordado que ellos no son todos propietarios sedientos de sangre, están en Argelia desde hace más de un siglo y son más de un millón. Esto basta para diferenciar el problema argelino de los problemas planteados en Túnez y en Marruecos, donde la presencia francesa es relativamente débil y reciente. El “hecho francés” no puede ser eliminado en Argelia y el sueño de una desaparición súbita de Francia es pueril. Pero, inversamente, tampoco hay razones para que nueve millones de árabes vivan en su tierra como seres olvidados: el sueño de una masa árabe anulada para siempre, silenciosa y servil, es también delirante. Los franceses están atados a la tierra argelina por raíces demasiado antiguas y demasiado vivas para que pueda pensarse en arrancarlas sin más. Pero esto no les da el derecho, creo yo, de cortar las raíces de la cultura y de la vida árabes. He defendido toda mi vida (y usted lo sabe, esto me ha costado ser expulsado de mi país) la idea de que se precisan vastas y profundas reformas en nuestro país. No lo han aceptado, han continuado el sueño del poder que se cree siempre eterno y olvida que la historia avanza, y estas reformas, se necesitan más que nunca. Las que usted señala representan en todo caso un primer esfuerzo, indispensable, para iniciar sin más tardanza, con la sola condición de que no se haga inviable ahogándolo, de entrada, en la sangre francesa o en la sangre árabe.
Pero decir esto hoy, lo sé por experiencia, es situarse en tierra de nadie entre dos ejércitos, y proclamar en medio de las balas que la guerra es un engaño y que la sangre, si en ocasiones hace avanzar la historia, la hace avanzar hacia más barbarie y más miseria aún. Quien, con todo su corazón y toda su alma, ose gritar esto, ¿qué puede esperar escuchar en respuesta, sino las risas y el fracaso multiplicado de las armas? Y, sin embargo, es necesario gritarlo y puesto que usted se propone hacerlo, yo no puedo dejarle emprender esta acción loca y necesaria sin transmitirle mi solidaridad fraternal.
Sí, lo esencial es mantener, a pesar de las restricciones, el lugar del diálogo aún posible; lo esencial es recobrar, aunque sea ligera y fugitiva, la calma. Y para ello, es preciso que cada uno de nosotros reclame el apaciguamiento a los suyos. Las masacres inexcusables de civiles franceses entrañan otras destrucciones igual de inútiles, operadas sobre las personas y los bienes del pueblo árabe. Se dirá que locos, inflamados de furor, conscientes del maridaje forzado del que no pueden librarse, han decidido convertirlo en un abrazo mortal. Forzados a vivir juntos, e incapaces de unirse, deciden al menos morir juntos. Y cada uno, por sus excesos refuerzan las razones, y los excesos, del otro. La tempestad de muerte que se abate sobre nuestro país no puede sino crecer hasta la destrucción general. En esta pelea incesante, el incendio gana terreno, y mañana Argelia será una tierra de ruinas y de muertos que ninguna fuerza, ninguna potencia del mundo, podrá ya reconstruir.
Es necesario, pues, detener esta pelea y ese es nuestro deber, árabes y franceses que rechazamos soltarnos las manos. Nosotros, los franceses, debemos luchar para impedir que la represión no llegue a ser colectiva y para que la ley francesa guarde un sentido generoso y claro en nuestro país; para recordar a los nuestros sus errores y las obligaciones de una gran nación que no puede, sin deshonrarse, responder a la masacre xenófoba con un desatino similar; para activar, en fin, la venida de las reformas necesarias y decisivas que relanzarán la comunidad franco-árabe de Argelia de cara al futuro. Ustedes, árabes, deben de su lado mostrar sin descanso a los vuestros que el terrorismo, cuando asesina a población civil, además de hacernos dudar con justicia de la madurez política de hombres capaces de tales actos, no hace sino reforzar los elementos anti-árabes, dar valor a sus argumentos, y cerrar la boca a la opinión liberal francesa que podría encontrar y hacer adoptar la solución de la reconciliación.
Se me dirá, como se os dirá, que la reconciliación ya está superada, que se trata de hacer la guerra y de ganarla. Pero usted y yo sabemos que esta guerra no tendrá vencedores reales y que después como antes de ella, precisaremos todavía, y siempre, vivir juntos, sobre la misma tierra. Sabemos que nuestros destinos están ya tan unidos que toda acción de uno afecta a la respuesta del otro, el crimen engendrando crimen, la locura respondiendo a la demencia; y que, finalmente, y sobre todo, la abstención de los unos provoca la esterilidad de los otros. Si vosotros, demócratas árabes, desfallecéis en vuestra tarea de apaciguamiento, por nuestra parte, nuestra acción como franceses liberales, estará de antemano abocada al fracaso. Y si nosotros desfallecemos ante nuestro deber, vuestras pobres palabras serán arrastradas por el viento y las flamas de una guerra implacable.

He aquí porqué lo que usted quiere hacer me hace sentirme solidario con usted, mi querido Kessous. Le deseo, nos deseo, buena suerte. Quiero creer, con todas mis fuerzas, que la paz se elevará sobre nuestros campos, sobre nuestras montañas, sobre nuestras costas y que entonces, por fin, árabes y franceses, reconciliados en la libertad y la justicia, harán el esfuerzo de olvidar la sangre que les separa hoy. Ese día, los que hoy estamos juntos en el exilio del odio y la desesperación, encontraremos juntos una patria”.
(La traducción es del autor del blog)